Fue roja.
Cuando hace horas corría
temblando y resbalando en su huida,
en silencio, liberándose de su captor y su trabajo esclavo, la sangre que teñida de negra perdía la humedad de antaño y tatuaba con una costra de un difuso color negro mis manos.
Y me mentí.
Siempre creí tener un corazón azul.
No azul cielo.
Ni azul como el mar.
Ni azul noche, ni celeste, ni turquesa, índigo, o zafiro.
Sino, azul.
AZUL.
Cómo el pájaro de Bukowski.
Y con el sonido de un portazo, aparece esa ráfaga de viento, que tira todos los papeles de la mesa y revuelve el calendario haciéndote olvidar si estás en Agosto o en Enero.
Sudando bajo cero y temblando a 40.
Grados.
Que rompían el termómetro y la escuadra, o la copa, con hielo, doble.
Sus grados. En mi boca, en mis manos, en mi cuerpo, o en el suyo. Dentro.
Y el grado de fusión al que llego cuando me corro bajo su sonrisa.
Y después del invierno, primavera.
Las lágrimas recorren el camino seco de la sangre, perdonando, ocultando el rastro seco, barriendo el polvo. Y con lágrimas me lavo las manos y dibujo una sonrisa.
Y después de la noche, de nuevo el día.
Y con la luz del día.
Recuerdo.
Sus putos ojos verdes.