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Capítulo quinto.
La noche no resultó para nada productiva.
Había dejado el pasillo de la entrada repleto de cosas tiradas.
Deambulé por el piso. Limpié el café de la encimera, llevé ropa a la lavadora, coloqué las cosas del neceser de viaje en el baño, puse a cargar a los auriculares y recogí los vasos de café que habíamos tomado en el avión.
Abrí la papelera y cuando los iba a soltar me fijé en una pequeña mancha de pintalabios, apenas un centímetro de su labio inferior se había quedado retratado sobre un dibujo en tono más claro de ese vaso de cartón. De pronto recordé su imagen. Ese momento en el que intenté mirar por la ventanilla y ella se giró hacia mi. Recordé sus labios, la cercanía a los mios. Recordé el olor de su perfume.
Saqué una foto de la marca de pintalabios y tiré los vasos a la papelera. ¿Será la marca de los labios como la huella dactilar? ¿Será su huella labial la manera de volver a encontrarla como el zapato de Cenicienta? Me resultaba bonita aquella foto. Nuestro café solo, acompañados. Aunque en el encuadre se veía de fondo el fregadero, una papelera vacía, un desatascador gris y un par de productos de limpieza. Una foto muy aesthetic, soy un moderno.
Guardé la mochila en el armario, y volví a sentarme en el escritorio.
Saqué del bolsillo con una sonrisa y decepción ese objeto polizón de mi mochila.
Un bote de apenas dos dedos de altura qué, incluso antes de abrirlo, adiviné que sería su perfume.
Y así era. Me he vuelto muy sensible a los olores. Y en cuanto desenrosqué con cuidado el tapón, el olor impregnó la habitación y de nuevo esa imagen, de nuevo su rostro volteándose hacia mi y sus labios cercanos a los mios.
Por unos segundos pensé que sería una nota, algo que me pudiera ayudar a encontrarla, a saber algo más de ella. Eso no ayudaba en absoluto. Aún.
Necesitaba una ducha, pero no quería quitarme ese olor que impregnó mis dedos y qué ahora mismo era pasajero de mis pulmones. – Si me hacen ahora una espectrometría de masas reviento los valores de oxitocina – Pensé.
Decidí salir a correr, necesitaba despejar la cabeza.
Y sí, si te imaginas a un hombre corriendo por el parque de Castrelos a las 4 de la mañana un día frío de invierno, con pinta de no saber qué hacer de su vida, estás imaginando bien. Necesitaba despejarme, volver al presente. Pensar solamente en el paso que estaba dando, y el siguiente, y el siguiente. Centrarme en cada respiración, sentir el frío de la noche entrando por mis fosas nasales y anestesiando el perfume que habitaba en mis alveolos.
No sé cuanto tiempo corrí
Al verme al espejo mi espalda humeaba, dejé la ropa esparcida por el suelo del cuarto de baño y me metí en la ducha. Giré el grifo hacia el agua caliente hasta encontrar lo que necesitaba, un poco pasando el punto exacto, como si el calor excesivo fuera a erosionar mi piel y eso… valiese para algo.
El sol de enero saludaba a través del velux de mi habitación. La cama seguía hecha, ni siquiera había intentado meterme y conciliar el sueño. Me conozco, supongo.
Eché un vistazo a la habitación, el ordenador seguía encendido, seguía reproduciéndose Hans Zimmer, los libros y mis carpetas seguían allí, sin abrir, la taza de café a medio llenar se había enfriado, me acerqué a apagar el ordenador y pude ver la hora:
9:09
Me puse por encima una sudadera, me aseguré de coger las llaves de casa y salí, no había despejado en absoluto. Si el correr o la ducha no funcionan, sólo queda una cosa: Sí, has adivinado. Curasancito, o en su defecto: Una napolitana de chocolate.
Casi la estaba degustando mientras bajaba en el ascensor, unos ruidos en el exterior me sacaron de mis golosos pensamientos. Una persona tocando el botón del ascensor repetidas veces.
Se abrió la puerta y la vi.
El encuentro me pilló de sorpresa. Y apenas supe decir:
-Buenos días – El sobresalto me impidió sonreir.
Era Flora.