(2) Es sólo casualidad

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Capítulo segundo.

No pude evitar sonreir.

No llegué a escuchar el nombre del comandante, supongo que llega un momento en el que dejas de prestar atención a esos detalles en los vuelos. A veces, algún chascarrillo consigue sacarte una sonrisa, ideal para pasajeros nerviosos antes del despegue. No recuerdo que fuese el caso.

El vuelo comenzaba bien, las azafatas comenzaban a danzar ágiles por los pasillos ofreciendo el contenido de su carrito y no había nada destacable. No se escuchaban llantos de niños y yo tenía el segundo tomo de mi ya amarillento libro abierto en la página 223:

– Y aquí descansaré en el sueño eterno, si… – respondió el capitán.
Vaciló, y en vez de concluir la frase, se limitó a decir:
-Señor Smith, tengo que hablarle a usted… a solas.
Los compañeros del ingeniero, respetando aquel deseo del moribundo, se retiraron.
Ciro Smith permaneció unos minutos encerrado a solas con el capitán Nemo, y al cabo de ellos, llamó a sus amigos; pero no le dijo nada de las cosas secretas que el moribundo le había contado.

Me di cuenta de que había empezado a leer esa página varias veces y de pronto mi cabeza desconectaba de la lectura.

Siempre le he quitado importancia al destino y simplemente, creo, que creo en las casualidades.

Viajamos a más de diez mil metros de altura en aquel Airbus A320 de vueling con capacidad para 180 pasajeros y hoy por hoy, en el mundo, un 38% de la población tiene tatuajes. El 22% de los tatuajes se realizan en el tobillo, así que 7 u 8 mujeres de este vuelo tendrían un tatuaje en el tobillo.

Desconozco la cantidad de variables que debería calcular para saber qué probabilidad habría de que la mujer, con gorro de lana y tobillos al aire, que ha ocupado el asiento de la ventanilla del avión VY8223 tenga tatuado en el tobillo esa frase.

Sin duda, esa probabilidad existe. Nada más. Casualidad.

Estadísicamente es más improbable mi propia existencia, y aquí estoy, enfrascado en la página de un libro sin conseguir pasar de párrafo, divertido, y todavía con la sonrisa dibujada.

Con el pelo perfectamente recogido y una sonrisa automática la azafata llegó a la altura de mi fila ofreciéndonos bebida.

-Un americano, por favor – Pedí
-Otro, por favor – Dijo la voz a mi izquierda, mientras deshacía el ovillo en el que se había convertido. Me giré hacia ella y pude ver por primera vez sus ojos, eran color café, solo. Y un mechón de pelo le sobresalía del gorro.

Estiré un poco la espalda y dejé el libro que continuaba abierto en la endeble mesa plegable. Me encanta el café, no me importa la hora, me gusta su sabor, solo, sin azucar, pero con la cucharilla para poder revolverlo y escuchar el:»clin, clin, clin«; desgraciadamente, el café en los aviones viene con «un palito» y no es lo mismo.

Llegó de nuevo la azafata, me parece un espectáculo la elegancia con la que disimulan la pérdida de equilibrio apoyando la cadera en los asientos cuando aparece alguna turbulencia. Le dió el café primero a ella, y luego a mi. En ese momento me di cuenta de que mi reciente convertida en compañera de café intentaba hacer contacto visual con la azafata que en ese momento daba una cerveza sin alcohol a un pasajero al otro lado del pasillo.

-Disculpa. ¿Puedes darme otro azucarillo para … mi esposa? – Le pedí – Gracias. ¿Me cobras? – Y la azafata se dispuso a ello.
-¿Cómo sabías que quería otro azucarillo?
-¿Qué ibas a querer sino?
-Mmmm ¿Chocolate?
-¿Quieres chocolate?
-No – Hizo una mueca de rabieta – ¿Has dicho mi esposa? – Sonrió divertida.
-¿Eh? – Me giré hacia la mujer del pelo perfectamente recogido que en ese momento disponía a cobrarme, lo hizo, y se fue.

-¡Eh! ¡Que no me ha cobrado mi café! – dijo la mujer sin perder la sonrisa divertida.
-¡Uy! Disculpe, le he cobrado los dos al caballero.

Nunca me gustó que me llamen caballero, me recuerda a la planta baja del corte inglés cuando alguna mujer agazapada detrás de un mostrador me asaltaba con algún perfume con nombre que no sé pronunciar. Miré hacia la azafata haciéndole un gesto de aprobación con la cabeza y guiñándole un ojo.

-¡Ah! ¡Claro! Por llamarme esposa. Debió pensar que…
-¿Qué? – Interrumpí
-¿Pues que…?
-¿Qué? – Interrumpí de nuevo.

Nos miramos a los ojos y se le acentuó más la sonrisa, no pude evitar observar sus labios, evité de nuevo su mirada y desvié la vista.

-Que … eso. ¡Gracias, esposo mío!

Me reí en silencio unos segundos mientras abría en envoltorio de papel del palito del café.

-Toma. – Le di un tercer azucarillo – Yo lo tomo sin azucar.
-¡Pero entonces ahora nos sobra uno! No hacía falta haberle pedido a la azafata otro.
-Emmm, sí, supongo que has elegido un marido un poco mongol.
-Por esta vez te lo perdono.

¿Sería posible? Que descaro. Reconozco que me puse nervioso, le di vueltas al café y de reojo me di cuenta de que ella estaba mirando, sonriendo, por la ventanilla.

-Maravillosa jugada – Dijo un susurro a mi derecha – La de ella, digo.

Parece ser que un adolescente escondido bajo unos cascos tamaño XXL también estaba en nuestra conversación. Parecía entretenido.

En altitud, sobretodo, dentro de un avión presurizado, la comida nos sabe diferente. La falta de humedad reseca nuestras fosas nasales, se reduce nuestra sensibilidad al olfato y al gusto, y, sin embargo, eso no evita que me de cuenta de que el «café», por llamarlo de algún modo, que nos ponen, es malísimo.

-¿Lo terminaste? Dame, que lo pongo con el mío – Dijo mi reciente esposa, y sin esperar mi respuesta, alargaba el brazo por delante de mi, alcanzando el vaso de café vacío y encajándolo encima del suyo.
-Gracias – Dije sin poder evitar reirme.
-¿De qué te ríes? – Su cara de curiosidad era evidente.
-No sé, perdona, me ha hecho gracia. – Miré hacia sus ojos, y de nuevo, tuve que apartar la vista como la yema de los dedos cuando tocas sin querer una superficie caliente.

Me había puesto nervioso, sumamente nervioso. Volví a mi libro, sólo para volver a perderme, y volví una y otra vez a volver a volver al libro. No pude. Me dediqué simplemente a estar. Lo que quedaba de vuelo, estuve. No dormí, no leí, no pensé. Estuve. Y ella también estuvo.

Hablaba el capitán de nuevo, con indicaciones a su tripulación para preparar el aterrizaje.

La figura adolescente que tenía a mi derecha se inclinó hacia adelante, y girándose hacia nosotros dijo en voz alta.

-¡Por favor! ¿Es que tengo que hacer todo yo? Dios mio, los boomers, me estáis poniendo nervioso. ¿Os podéis decir los nombres al menos? ¡De nada!

Miré hacia ella y cuando iba a hablar me vi atropellado por su sonrisa.

-Me llamo… – Comenzó a decir.

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