Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
1
Capítulo primero.
Prólogo: No hay prólogo, comienzo esto sin rumbo,
sin destino, y sin un desenlace.
Estás invitado/a a formar parte de esto, juntos.
«Sólo tiene que salir bien una vez.» Tenía esa frase en bucle en mi cabeza desde que mi avión despegó con el asiento de al lado vacío. Apenas había conducido unos kilómetros el coche de alquiler entre Charles de Gaulle y el apartamento que pude encontrar a última hora. Dejé el coche en doble fila y una vez realizado el check-in volví sumergirme en el tráfico hasta el parking de la escuela militar. Sonaba Benson Boone en los cascos, y después de saltarme esa canción, y las dos siguientes, eché a andar.
«Sólo tiene que salir bien una vez, sólo…» – Gire a la izquierda a 50 metros – Salí de mis pensamientos y empecé a fijarme en aquella acera, lisa. – No hubiera estado mal haber traído los patines – Pensé, y vi mi reflejo solitario en el escaparate de una beauty room decorada con dos columnas jónicas en la puerta, continué los pocos metros que me quedaban y giré a la izquierda, hacia la calle Savorgnan de Brazza. Que resultó ser un explorador de origen italiano del que no sé nada más.
No tardé en recorrer los metros de aquella pequeña calle, y llegué el parque. El Campo de Marte en invierno está menos concurrido, pero aun así, los árboles eclipsaban el horizonte y seguí caminando.
Ahí la pude ver.
Mi cita.
Y aunque llegué tarde, hay cosas que conseguimos al segundo, quinto, o vigésimo tercer intento.
Caminé hacia ella, nervioso, observándola de lejos, pensando en el espectáculo que sería una manta de picnic de cuadros rojos sobre ese cesped verde y seis intentos para sacarnos una foto que nos gustase a ambos. Paré.
«Sólo tiene que salir bien una vez»
El monumento a los derechos del hombre es feo de cojones. Columnas dóricas. Seguí caminando, aumentaba la cantidad de gente a mi alrededor. Ya podía verla.
Llegué tarde. Pero ahí estaba.
Dos mil trescientas cincuenta y dos horas tarde.
Un millón cuantrocientos mil de nuestros mejores besos tarde.
Eso son 2093 besos por cada escalón de los trescientos doce metros de torre que tenía enfrente.
– «Aquí sólo falta un poco más de metro y medio» – Pensé
Y en ese momento, allí, a unos cientos de metros de la base de la Torre Eiffel di la vuelta.
Subí el volumen de los cascos, y volví al apartamento.
Esta vez me puse de los últimos en la cola de facturación, casi todo el pasaje estaba ya sentado, ayudé a una mujer a colocar su maleta en el portaequipajes y llegué a mi asiento.
A mis dos asientos. Dejé el de la ventana libre.
Despegamos, y después de volver a encenderse las luces saqué mi libro, me quedaba poco para terminar una segunda lectura que hacía de un libro de J. Verne. – ¿Te importa si…? – Escuché una voz femenina por encima de la música que salía de mis cascos.
-¿Perdón? Dime, estaba con los cascos.
– Hablas español – Me dijo señalando al libro. – ¿Te importa si me siento en la ventana?
– No, no, adelante, toda tuya.
Se sentó a mi lado. Mediría poco más de metro y medio, llevaba un gorro de lana con pompón, las mejillas coloradas y la punta de la nariz roja de frío.
-¡Allí está! ¡Mira! ¡La Torre Eiffel! ¡Se puede ver desde aquí! – Decía excitada mientras me daba golpes en el brazo – Qué pena no poder verla más de cerca – Sonreí al notar su felicidad.
-Bueno, si te consuela, yo me he quedado a escasos metros y me he dado la vuelta –
-Tenemos que volver – Dijo, y se giró de nuevo hacia la ventana, perdiéndose en el paisaje de París, encogió sus piernas subiendo los pies al asiento, quedándose como una pelota y la manga del pantalón se levantó un poco dejando ver sus tobillos, y allí pude ver un frase tatuada.
Sólo tiene que salir bien …
… una vez.
2
Capítulo segundo.
No pude evitar sonreir.
No llegué a escuchar el nombre del comandante, supongo que llega un momento en el que dejas de prestar atención a esos detalles en los vuelos. A veces, algún chascarrillo consigue sacarte una sonrisa, ideal para pasajeros nerviosos antes del despegue. No recuerdo que fuese el caso.
El vuelo comenzaba bien, las azafatas comenzaban a danzar ágiles por los pasillos ofreciendo el contenido de su carrito y no había nada destacable. No se escuchaban llantos de niños y yo tenía el segundo tomo de mi ya amarillento libro abierto en la página 223:
– Y aquí descansaré en el sueño eterno, si… – respondió el capitán.
Vaciló, y en vez de concluir la frase, se limitó a decir:
-Señor Smith, tengo que hablarle a usted… a solas.
Los compañeros del ingeniero, respetando aquel deseo del moribundo, se retiraron.
Ciro Smith permaneció unos minutos encerrado a solas con el capitán Nemo, y al cabo de ellos, llamó a sus amigos; pero no le dijo nada de las cosas secretas que el moribundo le había contado.
Me di cuenta de que había empezado a leer esa página varias veces y de pronto mi cabeza desconectaba de la lectura.
Siempre le he quitado importancia al destino y simplemente, creo, que creo en las casualidades.
Viajamos a más de diez mil metros de altura en aquel Airbus A320 de vueling con capacidad para 180 pasajeros y hoy por hoy, en el mundo, un 38% de la población tiene tatuajes. El 22% de los tatuajes se realizan en el tobillo, así que 7 u 8 mujeres de este vuelo tendrían un tatuaje en el tobillo.
Desconozco la cantidad de variables que debería calcular para saber qué probabilidad habría de que la mujer, con gorro de lana y tobillos al aire, que ha ocupado el asiento de la ventanilla del avión VY8223 tenga tatuado en el tobillo esa frase.
Sin duda, esa probabilidad existe. Nada más. Casualidad.
Estadísicamente es más improbable mi propia existencia, y aquí estoy, enfrascado en la página de un libro sin conseguir pasar de párrafo, divertido, y todavía con la sonrisa dibujada.
Con el pelo perfectamente recogido y una sonrisa automática la azafata llegó a la altura de mi fila ofreciéndonos bebida.
-Un americano, por favor – Pedí
-Otro, por favor – Dijo la voz a mi izquierda, mientras deshacía el ovillo en el que se había convertido. Me giré hacia ella y pude ver por primera vez sus ojos, eran color café, solo. Y un mechón de pelo le sobresalía del gorro.
Estiré un poco la espalda y dejé el libro que continuaba abierto en la endeble mesa plegable. Me encanta el café, no me importa la hora, me gusta su sabor, solo, sin azucar, pero con la cucharilla para poder revolverlo y escuchar el:»clin, clin, clin«; desgraciadamente, el café en los aviones viene con «un palito» y no es lo mismo.
Llegó de nuevo la azafata, me parece un espectáculo la elegancia con la que disimulan la pérdida de equilibrio apoyando la cadera en los asientos cuando aparece alguna turbulencia. Le dió el café primero a ella, y luego a mi. En ese momento me di cuenta de que mi reciente convertida en compañera de café intentaba hacer contacto visual con la azafata que en ese momento daba una cerveza sin alcohol a un pasajero al otro lado del pasillo.
-Disculpa. ¿Puedes darme otro azucarillo para … mi esposa? – Le pedí – Gracias. ¿Me cobras? – Y la azafata se dispuso a ello.
-¿Cómo sabías que quería otro azucarillo?
-¿Qué ibas a querer sino?
-Mmmm ¿Chocolate?
-¿Quieres chocolate?
-No – Hizo una mueca de rabieta – ¿Has dicho mi esposa? – Sonrió divertida.
-¿Eh? – Me giré hacia la mujer del pelo perfectamente recogido que en ese momento disponía a cobrarme, lo hizo, y se fue.
-¡Eh! ¡Que no me ha cobrado mi café! – dijo la mujer sin perder la sonrisa divertida.
-¡Uy! Disculpe, le he cobrado los dos al caballero.
Nunca me gustó que me llamen caballero, me recuerda a la planta baja del corte inglés cuando alguna mujer agazapada detrás de un mostrador me asaltaba con algún perfume con nombre que no sé pronunciar. Miré hacia la azafata haciéndole un gesto de aprobación con la cabeza y guiñándole un ojo.
-¡Ah! ¡Claro! Por llamarme esposa. Debió pensar que…
-¿Qué? – Interrumpí
-¿Pues que…?
-¿Qué? – Interrumpí de nuevo.
Nos miramos a los ojos y se le acentuó más la sonrisa, no pude evitar observar sus labios, evité de nuevo su mirada y desvié la vista.
-Que … eso. ¡Gracias, esposo mío!
Me reí en silencio unos segundos mientras abría en envoltorio de papel del palito del café.
-Toma. – Le di un tercer azucarillo – Yo lo tomo sin azucar.
-¡Pero entonces ahora nos sobra uno! No hacía falta haberle pedido a la azafata otro.
-Emmm, sí, supongo que has elegido un marido un poco mongol.
-Por esta vez te lo perdono.
¿Sería posible? Que descaro. Reconozco que me puse nervioso, le di vueltas al café y de reojo me di cuenta de que ella estaba mirando, sonriendo, por la ventanilla.
-Maravillosa jugada – Dijo un susurro a mi derecha – La de ella, digo.
Parece ser que un adolescente escondido bajo unos cascos tamaño XXL también estaba en nuestra conversación. Parecía entretenido.
En altitud, sobretodo, dentro de un avión presurizado, la comida nos sabe diferente. La falta de humedad reseca nuestras fosas nasales, se reduce nuestra sensibilidad al olfato y al gusto, y, sin embargo, eso no evita que me de cuenta de que el «café», por llamarlo de algún modo, que nos ponen, es malísimo.
-¿Lo terminaste? Dame, que lo pongo con el mío – Dijo mi reciente esposa, y sin esperar mi respuesta, alargaba el brazo por delante de mi, alcanzando el vaso de café vacío y encajándolo encima del suyo.
-Gracias – Dije sin poder evitar reirme.
-¿De qué te ríes? – Su cara de curiosidad era evidente.
-No sé, perdona, me ha hecho gracia. – Miré hacia sus ojos, y de nuevo, tuve que apartar la vista como la yema de los dedos cuando tocas sin querer una superficie caliente.
Me había puesto nervioso, sumamente nervioso. Volví a mi libro, sólo para volver a perderme, y volví una y otra vez a volver a volver al libro. No pude. Me dediqué simplemente a estar. Lo que quedaba de vuelo, estuve. No dormí, no leí, no pensé. Estuve. Y ella también estuvo.
Hablaba el capitán de nuevo, con indicaciones a su tripulación para preparar el aterrizaje.
La figura adolescente que tenía a mi derecha se inclinó hacia adelante, y girándose hacia nosotros dijo en voz alta.
-¡Por favor! ¿Es que tengo que hacer todo yo? Dios mio, los boomers, me estáis poniendo nervioso. ¿Os podéis decir los nombres al menos? ¡De nada!
Miré hacia ella y cuando iba a hablar me vi atropellado por su sonrisa.
-Me llamo… – Comenzó a decir.
3
Capítulo tercero.
Cuando dijo su nombre no pude evitar sonreir. – Claro – Pensé
-Yo me llamo Antonio, Toni. – Dijo nuestro compañero adolescente.
– Caballero, debe usted de abrochar el cinturón. – Dijo la azafata que en ese momento pasaba revisando que todo estuviera preparado para iniciar la maniobra de aterrizaje y con cara de satisfacción por su «buena obra del día,» Antonio, «Toni», hizo caso y recuperó su postura.
Nosotros hicimos lo propio mostrando que nuestro cinturón estaba abrochado. No sé por qué, en ese momento me fijé en sus uñas: Manicura francesa, aunque el tono blanco exterior estaba gastado, quizá mordido. Es un estilo simple, natural, me gusta, y … claro, veníamos de Francia. ¿Sabría que su popularidad fue atribuida a la influencia de la estética de la industria pornográfica americana? No sé, no lo creo, esta es una de esas cosas que leo en algún lugar que no recuerdo y que por algún motivo retengo.
Miré hacia mis uñas, miré el libro, que continuaba abierto en la página 223… ¿Y ahora?
Agarré el libro y me dispuse a cerrarlo cuando esa mano que había estaba mirando unos segundos atrás se posó sobre la mía.
– ¿Puedo?
-¿Qué quieres ver? – Sonreí
-Lo que lees – Me retó – ¡Ah! El Capitán Nemo, ¡20.000 Leguas de viaje submarino! ¿A que sí?
-No, este libro lo escribió Julio Verne después, aquí está relatado el final del Capitán Nemo.
Cerró el libro.
-Tranquilo, vas en la página 223. – Leyó el dorso del libro – La isla misteriosa, no lo conocía. – Comenzó a abrir las páginas y a pasarlas, yo dejé que hablara.
-¿Quienes son ustedes?
– Náufragos, como usted – respondió el ingeniero, cuya emoción era profunda – Le hemos traído aquí entre sus semejantes.
– ¡Mis semejantes…! ¡No los tengo!
-Está usted entre amigos.
-¡Amigos…! ¿Yo, amigos? – Exclamó el desconocido, ocultando la cabeza entre las manos – No… Jamás.. !Déjeme usted! ¡Déjeme usted!
Luego huyó hacia el lado de la meseta que dominaba el mar y allí permaneció inmovil largo rato.
Ciro Smith se reunión con sus compañeros y les contó lo que acaba de pasar.
-Sí – Dijo Gedeón Spilett – Hay un misterio en la vida de ese hombre, y parece que no ha vuelto a entrar en la humanidad sino por el camino de los remordimientos.
-Supongo, que en cierto modo, todos somos náufragos. – Se giró hacia mi. Yo no podía estar más de acuerdo con ella, y cuando su mirada atropelló la mía me limité a sonreir, mientras, ella, con cuidado, seguía pasando una página tras otra. Me devolvió su sonrisa y pude observar que sus colmillos estaban un poco afilados. ¿Y ahora?
-¿Cuando lo termines, me lo dejarás?
-Los libros no se dejan ¿Has visto lo viejo que es este?
-¿No confías en mi? – Frunció el ceño, y de pronto, me intimidaba la mirada de esa persona que acababa de conocer – Soy tu esposa – Se relajó. Me relajó. – Sólo tengo que cogerlo de la estantería, lo leeré a escondidas, no te vas a enterar.
-Tienes razón, no tengo nada que responder a eso, pero como me entere…
-¿Qué?
El avión comenzó a descender, provocando ese salto en el estómago los primeros segundos, ya estábamos en Santiago. En los minutos que faltaban para que acabara el día el cielo estaba despejado, el color anaranjado del cielo de invierno nos escoltaba hacia la pista y comenzamos a escuchar el ruido del tren de aterrizaje asomandose a través del fuselaje del avión. Me giré hacia la ventana, y al acercarme a ella pude oler su perfume, y también el olor a margaritas de su ropa. Estos últimos años reconozco que me he vuelto muy sensible a los olores. Sentí también el calor de su aliento cuando se giró hacia mi.
-Perdón, sólo quería ver un segundo por la ventanilla. – Le dije
-¿Perdón? ¿Por qué? – Sonreía – No he dicho nada – Yo sólo quería saber si olías bien.
-¿Y?
-Muy bien. ¿Es el perfume que te regalé?
-Sí, se me está acabando. ¿Eh?
-Te compraré más,
-Tú… también hueles muy bien. – Dije, de forma muy torpe.
Volvía a ponerme nervioso, pero la culpa es mía, yo inicié ese juego, y ella está ganando, a mí, y no sabe cuanto.
Quedaban segundos para tocar tierra, y cuando lo hizo fue sorprendentemente suave. Nada mal para este piloto de vueling, pensé. Aunque igual mis sentidos estaban puestos ya en otra cosa. El viaje se estaba acabando. ¿Y ahora?
Se paró el avión, y mis nervios iban en aumento. No sabía que hacer. Literalmente. Estaba ahí sentado, esperando. ¿Esperando a qué? Pues a que abrieran el avión y poder salir, supongo.
Ella se agachó a buscar algo en su mochila, y lo guardó en el bolsillo.
Me limité a imitar, guardé con cuidado los vasos de café que habíamos olvidado tirar, busqué las llaves del coche, guardé los cascos que ni siquiera había utilizado,y me dispuse a guardar el libro.
-¡No lo guardes aun!
-¿Cómo?
-Hazme caso. Dame.
Y me arrancó el libro de las manos, digo «arrancó». pero mis dedos no supieron ofrecer resistencia alguna. Bajo mi mirada, y mi voz amordazada, guardó mi libro en su mochila.
-Confía en mi- Insistió – Y vi como ella metía algo en mi mochila.
Recordé una frase que leí en algún momento y en algún lugar que no alcanzo a recordar, pero decía algo como que la ignorancia es tan grande que los ladrones no roban libros.
La multitud comenzaba ya a levantarse con prisa, siempre soy de los ultimos en salir pero la tripulación nos indicaba que debíamos apresurarnos. ¿Se habría retrasado el vuelo? No sé ni que hora es. Me daba igual.
Tuve que levantarme y coger mi mochila. En ese momento, a una señora le costaba alcanzar su equipaje, y le ayudé. Era la misma señora a la que había ayudado anteriormente. Mientras lo hacía, vi como varias personas que acusaban tener mucha prisa se ponían en el hueco que había entre mi inesperada acompañante y yo. Decidí esperarla en la puerta de embarque, y no sé, decirle algo.
El avión había estacionado. ¿Estacionan los aviones? Como sea, se había parado lejos de la terminal y había que ir en autobús. Más miembros del personal del aeropuerto seguían metiendo prisa y cuando les dije que estaba esperando a mi… a alguien, hicieron caso omiso y prácticamente me empujaron dentro del autobus que cerró sus puertas y me secuestró. ¿Y ahora?
Me limité a seguir la corriente. ¿Qué podía hacer sino? Me sentí como un barco de papel río abajo, y así llegué al mar. Un revuelto de pasajeros en la terminal que formaban cardúmenes de maletas. Pasé por la salida, donde decenas de personas esperaban a sus seres queridos. Había en una esquina lo que clasifiqué como choferes con tablets que ponían el nombre a aquellos a quien esperaban. «Mr Robinson» ponía en un tipo de letra que podría perfectamente ser comic sans la que tenía más cerca de mi. Y en pocos milisegundos apareció en mi cabeza la canción de Simon and Garfunkel.
«And here’s to you, Mrs. Robinson, Jesus loves you more than you kill know, whoa whoa whoaaaaaa»
Whoa, whoa, whoa, soy tontísimo, pensé. Y con el ritmo dentro de mi, dudé qué hacer.
¿Iba a quedarme esperando? ¿Qué le digo? ¿Y si alguno de esas personas la esperaba a ella? No, no iba quedarme esperando. ¿Y mi libro? No supe que hacer, me fui apurado a la parada de taxis, y me subí al primero que estaba libre.
-Buenas noches- Me saludó el conductor.
-Buenas noches – Y mientras el conductor arrancaba, mi mirada se perdió en la ventanilla mirando hacia la terminal, buscándola.
-¡Para, para, para! ¡Joder! – Confirmé que soy tontísimo – Que me he equivocado, tengo mi coche aquí en el parking, perdona.
Y mientras bajaba avergonzado del Taxi, vi una mujer de poco más de metro cincuenta, con gorro, y con una maleta de mano, corriendo hacia donde estaba yo.
No era ella.
4
Capítulo cuarto.
Esa fue la primera de muchas noches que pasé sin dormir
La AP 9 estaba prácticamente vacía, conduje hasta Vigo de forma totalmente automática, sinceramente, ni siquiera puedo recordar si me ha podido saltar un radar. No era ni siquiera consciente de lo que acababa de ocurrir. A la altura del puente de Rande miré hacia el mar, oscuro, pero calmo. Busqué las Islas Cies y no pude verlas a través de la noche.
Llegué a casa, cerré la puerta, y con permiso de Sabina: «El portazo sonó como un signo de interrogación».
Sentí que en las últimas horas mi propia vida cogía velocidad, directa hacia mi, y yo, sin poder moverme terminé completamente atropellado. Sí, me acababa de atropellar la vida, mi vida, y yo estaba de pie, en el pasillo de mi casa, soltando la mochila en el suelo y sin saber qué hacer con el aire que tenía en los pulmones. Olvidé cómo respirar.
Creeme, si estás leyendo esto, que en ese momento no era ni lo más mínimamente consciente de los acontecimientos que vendrían las semanas siguientes, los meses siguientes, los años siguientes. No podía imaginarme lo que me iba a ocurrir, lo que iba a vivir, ni las cicatrices que iba a portar conmigo el resto de mi vida.
Mi diafragma adquirió vida propia y exhalé. Dolía respirar. Pensé que mi vida se había terminado y no sabía, que acababa de nacer de nuevo.
Esa fue la primera de muchas noches que pasé sin dormir.
Necesité tener la mente ocupada.
Fui a la estantería del salón esquivando la mochila que seguía tirada en el pasillo y cogí del último estante todas las carpetas que allí tenía. Cogí también los libros que ya acumulaban polvo encima de la televisión y me llevé todo a la habitación que utilicé durante años de oficina. Coloqué todo como pude encima de la mesa y me senté. Hacía tiempo que no utilizaba esa silla y el respaldo se me hizo extraño.
No sabía ni por donde empezar, había perdido la ilusión en esa investigación hacía tiempo al encontrarme con un callejón sin salida, me había comenzado a centrar en otras cosas y … bueno, el corazón tiene razones que la razón no entiende. Lo había dejado todo sin intención de volver.
Abrí la carpeta que ponía Nemo, nemo es una palabra con origen en el latín que significa nadie.Y le había puesto ese nombre a falta de nombre alguno que ponerle al proyecto. En ella había fotos, videos, referencias, artículos, copias y extractos de cuardenos de bitácora y todo lo que había podido juntar en los últimos años.
No supe qué hacer. Cerré la carpeta, abrí el explorador y puse una recopilación de las bandas sonoras de Hans Zimmer en youtube. No sabía que ese día, las dos horas y seis minutos que duraba el vídeo, sonarían, sin darme cuenta, varias veces en bucle.
Me mente viajó horas atrás y comencé a recordar todo lo que había pasado en aquel avión.
-Whoa – Dije para mi en voz alta.
Localicé mi tarjeta de embarque en la bandeja del correo electrónico y busqué el código de mi vuelo.
VY8223.
-Claro, veintitres – Dije en voz alta con tal rintintín que mi voz me resultó excesivamente irónica.
Tenía que encontrarla.
Así que hice lo que siempre hago cuando tengo que centrarme en algo importante. Me levanté y fui a la cocina a hacer café. Mucho café.
Sólo sabía su nombre, y el aeropuerto donde se bajó. Me entró el miedo. ¿Sería una escala? No. ¿Quién hace escala en santiago? No tenía acento gallego. Mierda. Sólo sabía su nombre. «Ese» nombre.
Me estaba mintiendo a mi mismo. No sólo sabía su nombre. En ese momento no me daba cuenta, pero en mi hipocampo se había guardado una copia exacta de su sonrisa, de su olor, de su mirada, de su entrecejo fruncido, de su sonrisa, de sus colmillos afilados, de su manicura francesa, de su tobillo, del tipo de letra del único tatuaje que le había visto, de su sonrisa, de la temperatura de su mano cuando me arrancó el libro. – ¡El libro! – Del tacto de la llema de sus dedos, del calor de su aliento, del suavizante de su ropa, del tono agudo de su voz, de que ella toma el café con dos azucarillos, del último momento en que la vi, y sus ultimas palabras. «Confía en mi» mientras metía algo en mi mochila.
Y de su sonrisa
-¡La mochila! – Derramé parte del café por la encimera y dejando la taza a medio llenar di un salto hacia el pasillo. – Metió algo en mi mochila –
Tarde segundos en volcar la mochila y tirar todo por el suelo del pasillo de la entrada. Pero lo reconocí al instante.
5
Capítulo quinto.
La noche no resultó para nada productiva.
Había dejado el pasillo de la entrada repleto de cosas tiradas.
Deambulé por el piso. Limpié el café de la encimera, llevé ropa a la lavadora, coloqué las cosas del neceser de viaje en el baño, puse a cargar a los auriculares y recogí los vasos de café que habíamos tomado en el avión.
Abrí la papelera y cuando los iba a soltar me fijé en una pequeña mancha de pintalabios, apenas un centímetro de su labio inferior se había quedado retratado sobre un dibujo en tono más claro de ese vaso de cartón. De pronto recordé su imagen. Ese momento en el que intenté mirar por la ventanilla y ella se giró hacia mi. Recordé sus labios, la cercanía a los mios. Recordé el olor de su perfume.
Saqué una foto de la marca de pintalabios y tiré los vasos a la papelera. ¿Será la marca de los labios como la huella dactilar? ¿Será su huella labial la manera de volver a encontrarla como el zapato de Cenicienta? Me resultaba bonita aquella foto. Nuestro café solo, acompañados. Aunque en el encuadre se veía de fondo el fregadero, una papelera vacía, un desatascador gris y un par de productos de limpieza. Una foto muy aesthetic, soy un moderno.
Guardé la mochila en el armario, y volví a sentarme en el escritorio.
Saqué del bolsillo con una sonrisa y decepción ese objeto polizón de mi mochila.
Un bote de apenas dos dedos de altura qué, incluso antes de abrirlo, adiviné que sería su perfume.
Y así era. Me he vuelto muy sensible a los olores. Y en cuanto desenrosqué con cuidado el tapón, el olor impregnó la habitación y de nuevo esa imagen, de nuevo su rostro volteándose hacia mi y sus labios cercanos a los mios.
Por unos segundos pensé que sería una nota, algo que me pudiera ayudar a encontrarla, a saber algo más de ella. Eso no ayudaba en absoluto. Aún.
Necesitaba una ducha, pero no quería quitarme ese olor que impregnó mis dedos y qué ahora mismo era pasajero de mis pulmones. – Si me hacen ahora una espectrometría de masas reviento los valores de oxitocina – Pensé.
Decidí salir a correr, necesitaba despejar la cabeza.
Y sí, si te imaginas a un hombre corriendo por el parque de Castrelos a las 4 de la mañana un día frío de invierno, con pinta de no saber qué hacer de su vida, estás imaginando bien. Necesitaba despejarme, volver al presente. Pensar solamente en el paso que estaba dando, y el siguiente, y el siguiente. Centrarme en cada respiración, sentir el frío de la noche entrando por mis fosas nasales y anestesiando el perfume que habitaba en mis alveolos.
No sé cuanto tiempo corrí
Al verme al espejo mi espalda humeaba, dejé la ropa esparcida por el suelo del cuarto de baño y me metí en la ducha. Giré el grifo hacia el agua caliente hasta encontrar lo que necesitaba, un poco pasando el punto exacto, como si el calor excesivo fuera a erosionar mi piel y eso… valiese para algo.
El sol de enero saludaba a través del velux de mi habitación. La cama seguía hecha, ni siquiera había intentado meterme y conciliar el sueño. Me conozco, supongo.
Eché un vistazo a la habitación, el ordenador seguía encendido, seguía reproduciéndose Hans Zimmer, los libros y mis carpetas seguían allí, sin abrir, la taza de café a medio llenar se había enfriado, me acerqué a apagar el ordenador y pude ver la hora:
9:09
Me puse por encima una sudadera, me aseguré de coger las llaves de casa y salí, no había despejado en absoluto. Si el correr o la ducha no funcionan, sólo queda una cosa: Sí, has adivinado. Curasancito, o en su defecto: Una napolitana de chocolate.
Casi la estaba degustando mientras bajaba en el ascensor, unos ruidos en el exterior me sacaron de mis golosos pensamientos. Una persona tocando el botón del ascensor repetidas veces.
Se abrió la puerta y la vi.
El encuentro me pilló de sorpresa. Y apenas supe decir:
-Buenos días – El sobresalto me impidió sonreir.
Era Flora.
6
Capítulo sexto.
Todavía guardo ese bote de perfume.
Tuve que centrarme tras el susto de encontrarla de frente, nerviosa, pulsando repetidas veces el botón del ascensor. La falta de sueño nublaba mi mente y me quedé parado sin saber qué más decir.
– Buenos días – Dijo ella. y me cedió el paso.
Cuando miré hacia sus ojos, vi su cara de preocupación. Algo pasaba, y no era nada bueno.
– ¿Cómo estás?
– Bien, eh… yo… es Edelmiro.
-¿Está bien? ¿Qué ocurre?
– Ha empeorado. – Sus ojos rojos confesaban que había estado llorando, y esas lágrimas estaban a punto de brotar de nuevo. La abracé.
– ¿Está despierto? Vamos, te acompaño.
A pesar de cargar con varias décadas en cada una de sus piernas, Flora, seguía siendo una mujer elegante. Seguro que en su juventud había desviado muchas miradas y roto algún corazón que otro. Los había conocido hace años, cuando me mudé a este edificio.
Subimos juntos en el ascensor hasta el tercer piso.
Recuerdo la primera vez que vi a Edelmiro, podría ser mi abuelo, o el tuyo, el abuelo que tiene muchas historias que contar y que podrías estar horas escuchándolo mientras te pega una paliza a las cartas. Estaba todavía con la mudanza y guardando cajas en el trastero cuando vi a un señor que ya pasaba de los setenta años refunfuñando porque no encontraba manera de guardar unos trastos en el suyo.
Vi en el suelo un regulador bitraquea de la marca Nemrod, el modelo V2. Es un tipo de regulador que la mayoría de personas que bucean a día de hoy no saben ni que existe.
-Madre mia, menuda reliquia. ¿Y este fósil?
-De fósil nada. ¡Todavía funciona! Como el primer día. Fue mi primer regulador, ahorré durante meses para comprarlo.
-¿Puedo? – Señalé hacia el artículo de coleccionista que tenía delante.
-Claro, claro.
No sabía que aquello que tenía entre mis manos era sólo la punta de un iceberg, y que de ahí en adelante Edelmiro se convertiría en un padre para mi. Sus manos, hoy enormes, habían tallado muchos de los dibujos que hoy visten las puertas más emblemáticas de Vigo cuando era jóven. Descubrí que fue de los primeros hombres rana de las aguas de las Rías Bajas. Y que hacía, según él, el mejor licor café de Galicia. Edelmiro sufre de enfermedad pulmonar obstructiva crónica, y aunque nunca había fumado toda su vida trabajó con barnices, lacas y pinturas. Hacía años que se había terminado el buceo para él.
Escuché su tos desde el rellano. Era una tos crónica, más de una vez lo vi sangrar aunque él siempre trataba de ocultarlo tapando su boca con un pañuelo con las letras E.P.F bordadas. Siempre me irritó su tos, que intentó retener sin éxito cuando entré a su salón y me lo encontré sentado en su sillón. Suyo, y solo suyo. Todavía recuerdo la colleja que recibí cuando me senté, ignorante y sólo unos segundos, una de las cientos, sí, cientos de veces que compartí historias con él, en esa misma habitación.
– A ver. ¿Qué carallo te pasa, oh? – Le dije al viejo.
– ¿A mi? Nada, estoy perfectamente, un poco de resfri…
– Llevas dos días tosiendo sangre, estás fatigado, te ahogas al caminar – Interrumpió Flora.
-Tonterías, eres una exagerada, en dos días se me pasa – Dijo con un ademán de fingir despreocupación
Flora fue a la cocina con la barra de pan que había ido a buscar, siempre hacía tostadas mientras Edelmiro exprimía dos naranjas, un limón, y un pomelo. El viejo lo intentó, pero no fue capaz de levantarse del sillón.
Miró como ella entraba en la cocina.
-¿Lo has averiguado? – Dijo el anciano enfermo.
– Tengo las coordenadas.
– Bien
– Bueno… – Dije mirando al suelo.
-¿Qué? – Dijo
– Las tenía. Las había anotado en el libro.
– ¿Y?
– He perdido el libro.
7
Capítulo séptimo
El agua fría del atlántico mojaba sus pies, al principio era incómodo, hostil, pero conforme aumentaba la cantidad de pasos lo hacía también la comodidad y gozó del tacto de la arena mojada. De vez en cuando alguna ola alcanzaba mayor altura y amenazaba con mojarle la ropa. No hacía mucho que había aprendido a disfrutar de esos paseos por la playa, a pesar de que fuese diecinueve de enero y que el día acabase de abrir, era su momento.
Los pensamientos surcaban por su mente como un velero enfrentándose al océano a merced de marejadas. Frenó, y miró al mar, a través del mar, más allá, al otro lado de la ría, y en sus pensamientos se quedó un buen rato. La playa estaba vacía. Custodiada por el museo del mar a su derecha, y una pasarela de madera en obras a su izquierda, otorgaba refugio en los días de invierno donde el viento viene extraño. Era su cumpleaños, y había salido a caminar. Llevaba un libro gastado en su mano. Ella.
Hoy. Hoy por hoy, después de todo lo ocurrido, puedo decir, prometo, que hubiera dado todo por estar en ese momento junto a ella, en esa playa, frente a ese mar, y compartiendo un feliz, feliz, cumpleaños. Pero no.
La casualidad nos había puesto también en la misma ciudad, yo no lo sabía, claro, y ella tampoco, y sin embargo …
Bajé al garaje con prisa, con el viejo apoyado en mi hombro tras amenezarlo con llamar a una ambulancia. Edelmiro había comenzado a toser y esputaba una sangre oscura que hizo que nos preocupáramos mucho. Había avisado a Flora, y su presencia cortó mi conversación con él.
Conduje lo más rápido que pude al hospital Álvaro Cunqueiro, no queda lejos de nuestro edificio, paré en la puerta de Urgencias, salí corriendo y conseguí una silla de ruedas para Edelmiro. Mientras lo ayudaba a montarse, me miró a los ojos con cara interrogativa, pero sin decir nada. No hizo falta, sabía perfectamente en qué estaba pensando.
-Flora, todo va a estar bien, no te preocupes, voy a aparcar el coche y os busco. – Sanitarios del hospital se llevaban a Edelmiro, le di un beso en la frente a ella, y los vi marchar.
Edelmiro, trabajó toda su vida de Carpintero, oficio que compaginaba con su pasión por el buceo, aunque no había salido apenas de Galicia. A pesar de estar jubilado, seguía teniendo trabajo dado a su maña, y lo hacía para mantenerse activo, y como él mismo decía: Sacarse unas perras, para vicios. El único vicio que tenía ya ese pobre hombre era irse de furanchos, acción que Flora no le reprochaba ya que a ella le encantaba, siempre jugaban al tute cabrón. Poco después de habernos conocido, un día, en las fiestas de San Blas le hablaron de un antiguo albergue que se encontraba prácticamente en ruinas, cerrado hace años, entre Redondela y Arcade. La pareja, con los ahorros de su vida, decidieron comprarlo. En ocasiones, para alguna cosa que requería unas manos extra, les ayudé.
Uno de esos días, cuando la estructura y el tejado de la casa estaban reformados, retirando todos los escombros que cubrían todavía el suelo de la planta baja, encontramos un tabla de madera atravesada, y al retirarla, un agujero nos condujo a una pequeña bodega que no sabíamos que existía.
Desde niños soñamos con encontrar habitaciones secretas. ¿Qué grandes tesoros nos aguardarían descendiendo aquellos toscos escalones?
Encendí la linterna del móvil, me armé con un palo para apartar de mi camino las telarañas, y bajé. No era muy grande, apenas tendría tres metros de largo y dos metros y medio de anchura. La habitación,oscura y mohosa, parecía un antiguo dormitorio sin más, pero hacía décadas que no se había abierto. Podía adivinar la figura de un colchón envuelto por el musgo y suciedad, aparte de eso solo había unos estantes, y una caja cerrada.
Reconozco que mi corazón se aceleró al acercarme a la caja. Intenté levantarla para subirla pero el peso era demasiado, así que decidí abrirla.
Una sábana amarillenta me impedía ver lo que se encontraba allí debajo, la aparté con cuidado y pude descubrír lo que escondía.
Libros, cientos de libros.
Me acerqué a la estantería, y encontré un viejo tintero volcado, un par de plumas ordenadas meticulosamente, y hojas con anotaciones en lo que deduje que era Francés, casi ininteligibles por el paso del tiempo. Velas a medio consumir, y lo que supuse que sería un pedernal, o un utensilio por el estilo con el objeto de encender fuego.
No había nada más. Al volver a subir me encontré con el rostro rejuvenecido por la emoción de Edelmiro, que en ese momento la intriga lo tenía sobreexcitado. Me hice el interesante por unos segundos hasta que, al contarle lo encontrado, la expresión del viejo mudó, pasando de emoción a una mueca extraña que bailaba entre el asco y la decepción.
-Merda – Se le escapó con acento gallego.
Cuando busqué a Flora en el hospital no me dejaban pasar.
– Sólo un acompañante, por favor – Me dijo educadamente la enfermera. Así que me senté en la sala de espera, saqué el teléfono y llamé a Flora.
El teléfono dió tonos, uno tras otro, pero Flora no contestó a la llamada. Pedí al personal que dieran el mensaje de que yo estaba en la sala de espera y pregunté por la máquina de café más cercana, el no haber dormido por la noche estaba afectando a mi concentración, así que, nervioso, saqué un café me lo tomé de pie, ahí, esperando.
Pasaron lo que a mi me parecieron horas, y yo seguía ahí, compañero inseparable de la máquina de café. No sé cuantos llevaba cuando al fin vi aparecer a Flora.
– Le han medido la saturación de oxígeno y la tenía muy baja, lo han intubado, y ahora está sedado y con oxígeno. Va a pasar todo el día en observación. – Me contó mientras me agarraba las manos, el miedo y la preocupación, hicieron que en sus palabras distinguese el acento cordobés de su pasado que ahora sólo le salía cuando estaba cabreada, o perjudicada por el alcohol. Intenté tranquilizarla, pero no parecía funcionar.
Decidió que pasaría el día allí con él, así que volví con ella a casa, llenó una bolsa con ropa, algunas cosas, y su teléfono móvil, que había olvidado con las prisas la primera vez. Insistí en llevarla, pero argumentó que no había dormido, y que estaba hasta arriba de café, y ganó la discusión. Le pedí un taxi, y subí por las escaleras a mi piso.
Necesitaba descansar, necesitaba hablar con Edelmiro, y necesitaba encontrar el libro.
8
Capítulo octavo.
Me descalcé al entrar en casa, siempre me gustó caminar descalzo y sentir el tacto del suelo en los pies, la tarima estaba templada. Me senté frente al ordenador y mientras se encendía me perdí en la textura de mi alfombra gris. Tuve que prestar atención extra para poner la contraseña, que ya me había costado varios intentos y no atinaba a escribirla bien.
Pensé.
Me levanté y fui a la cocina a preparar café.
Y volví a sentarme frente al ordenador con una taza de café humeante entre las manos. Solo, sin azucar. Era una taza roja con forma de corazón que en sus orígenes contenía dentro un pequeño tarro de miel, un regalo. No recuerdo de quién, o quizá sí. No lo sé.
El sueño hace estragos e intento concentrarme, necesito encontrarla, recuperar el libro, verla, ver el libro, a ella. Y no sé ni por dónde ni como empezar, bueno, sé su nombre. ¿No? ¡Ah! El número de vuelo, acababa en veintrés. Ni siquiera sé cual fue su asiento original. ¿Qué podría hacer? Tengo amigos que trabajan como piloto, de Iberia, creo. ¿Tendrán contactos dispuestos a saltarse la ley de protección de datos? ¿Podrían conseguirme los apellidos?
Escribí a Manuel, Lito. el «no» ya lo tenía.
¿Podría mandar un email a la aerolinea diciendo que tengo algún objeto suyo y que se pongan en contacto, o la pongan en contacto conmigo? ¿Y si hay dos pasajeras que se llaman igual? Bueno, la probabilidad de eso es muy baja. ¡Quién sabe! Así a todo, dudo mucho que la aerolinea se preste a eso. Ni siquiera contestarán a mi email.
Escribí a vueling.
Lo sé, lo sé. «La magia de internet» debería publicar en instagram, hacer un hilo en twitter, digo: «x», y dejar que internet haga su magia. ¿Llegaría a leerlo ella? La probabilidad existe.
Joder, lo publicaría hasta en las esquelas del periódico, en mil anuncios, en forocoches o en dejaquetecuente.es si con eso consigo volver a verla.
Abrí wordpress, entrada nueva.
«Título» ponía, y comencé a escribir … «Sólo tiene que salir bien una vez«
Pasaron las horas, seguía sin noticias de Flora. Eso es bueno. ¿No? Vi al sol esconderse tímidamente desde la terraza. Ya podía distinguir Venus en el cielo, y me senté a observar el espectáculo.
No sé si lo sabes, pero Galicia en invierno, los días despejados, regala unos anocheceres de colores rojos, naranjas, rosas y amarillos que no envidian nada a las auroras boreales, el cielo se convierte en un auténtico lienzo donde el viento dibuja con las nubes.
Conocía a John William Strutt por estudios sobre el argón. También conocido como Lord Rayleigh fue el primero en explicar ese fenómeno, la dispersión de Rayleigh, aunque deberíamos llamarlo mejor esparcimiento, es la principal razón de que el cielo se vea azul, pero cuando anochece, la luz del sol tiene que recorrer más distancia y esto hace que longitudes de onda cortas como el azul se dispersen y se mantengan más las longitudes de ondas largas, como el rojo.
Mientras trataba de recordar por qué sabía eso, terminó de esconderse el sol, volví a entrar al piso, cerré la puerta corredera de la terraza, y, tumbado en el sofá, desbloqueé el teléfono móvil. Tenía un whattsapp.
– SOCORRO – Ponía el mensaje en mayúsculas, con muchos signos de admiración y emojis de todo tipo.
Era un mensaje de un amigo. Rubén.
Rubén es ese amigo que todos tenemos, que conocemos de toda la vida, que no sabemos ni siquiera por qué nos cae bien, pero que lo queremos por encima de todo.
– ¿Qué pasó? – Respondí. Conociendo a Rubén, me contaría que hay mucha gente en la cola del super, que había comprado demasiados tomates, o que ha salido en bicicleta y que ya no puede con el culo. Todos tenemos un amigo así.
Sin hacerle mucho caso, decidí abrir la bandeja de correo, para ver si tenía contestación de Vueling y mis pupilas se dilataron cuando de hecho, la tenía. Abrí corriendo el email, sólo para desilusionarme tras unos segundos al ver que sólo se trataba de una respuesta automática y que mi email encontraría respuesta entre 48 y 72h después.
Lito todavía no había leído mi mensaje, y Rubén se encontraba grabando un audio para enviarme.
Esperé.
Llegó el mensaje de Rubén, con voz grave, actuada.
Necesito refuerzos, me encuentro en situación de pseudo-secuestro por un grupo de una veintena de personas de entre 25 y 40 años. La situación se presenta como «un coñazo» no conozco a nadie.
Amenazan con sacar juegos de mesa, repito, juegos de mesa. A primera vista disponen de suficientes reservas de alcohol, he divisado cuerpos militares armados de niños de entre 3 y 6 años aproximadamente. La situación es crítica.
Solicito apoyo.
Hay donuts de chocolate.
Todavía no he terminado de escuchar su mensaje cuando pude observar que se encontraba grabando otro. Que no tardó en llegar. Está vez era una mujer que intentaba, entre risas, también poner voz grave.
Hola
Tenemos a Rubén. Si sigue las indicaciones no le ocurrirá nada.
A continuación le expondremos nuestras peticiones, aconsejamos que las apunte en un papel.
Petición número uno:
Venga a hacer compañía a Rubén.
No hay más peticiones.
Hágame caso y no habrá consecuencias. Además, estoy de cumpleaños.
Me sonaba esa voz, pero no pude identificar de qué, por lo fingido del tono.
Todavía no había contestado al mensaje cuando me llegó una foto. Era un donut de chocolate con un cuchillo amenazando con cortarlo.
-Lo que no me pase a mi… – Me dije en voz alta. Me apetecía ver a Rubén, pero me encontraba muy cansado, tendría que coger el coche, era de noche, no había dormido, tenía que encontrar el libro… pensé en una excusa y comencé a escribir.
Sin excusas.
Ven.
Te va a gustar esta gente.
No me dió tiempo a enviar cuando ese mensaje de Rubén me había convencido. Ahora mismo no podía hacer nada, sólo esperar, y al menos, así me distraía un poco.
Ubicación
Rubén estaba un paso por delante de mi. – Voy – escribí.
Me di una ducha rápida, me vestí, y bajé al garaje. Antes de perder la cobertura en el ascensor escribí – Saliendo – y abrí la ubicación, era en Samil, a 5 minutos nada más.
Al llegar, me encontré en el jardín a unos niños jugando con unas raquetas. Cuando me acerqué un poco más me di cuenta que uno de esos niños era Rubén. Saludé con un abrazo.
-Tengo algo que contarte – Le dije
-¿Tema serio?
-Tema serio
-¿Mazo serio?
-¡Mazo serio!
-¿Super mazo serio?
-Rubén. ¡Aterriza! – Se rió cuando se lo dije.
-Espera, que te presento a la chica del cumpleaños, la líder del secuestro. – Me puse un poco nervioso, yo estaba ahí de rebote. Vi como Rubén entró a la casa.
-¡Ahora vengo! No escapes.
Saqué el teléfono móvil del bolsillo para ver si la estrategia de las redes sociales había conseguido algún fruto. Nada. Cuando lo iba a guardar vi encenderse la pantalla de nuevo, y sonó el tono de llamada.
Era Flora.
Escribí un whatsapp rápido a Rubén: – Tengo que marchar, lo siento, ya te contaré.
Marché corriendo al hospital.
9
Capítulo noveno.
Mi primera vez fue asombrosa.
A pesar del frío, me encontraba semidesnudo. Era un día soleado. No duré mucho, la verdad, me hubiera gustado haber aguantado más, pero por suerte repetí muchas veces. En cuanto vi su silueta enfrente de mi no pude hacer otra cosa que dejar escapar el aire y subir a superficie. Tardé unos segundos en identificarlo, era un barco hundido.
Era el barco hundido. ¿Cuál? En aquella época no lo sabía. Sólo había escuchado hablar de él a un pescador submarino que me había encontrado un día de casualidad y que me indicó que en él se pescan sargos de dos kilos. A día de hoy todavía no me he encontrado un espárido de tal tamaño ahí.
Debía tener 13 años de edad, un traje de surf de manga corta que me quedaba 2 tallas grandes, un fusil sporasub murena de 40 centímetros con punta trípode que me convertía en el hazmerreir de la vida acuática, y muchas ganas de comerme el mundo.
Recuerdo que cada vez que entraba en el mar, lo hacía con la total convicción de que iba a regular el ecosistema submarino con la tremenda pescata que iba a hacer. Rara vez pescaba algo. Suerte si ese día no me había rascado, clavado alguna púa de erizo, o salido con hipotermia. Pero ahí estaba yo, delante de una estructura que en su momento me parecía colosal, y que a día de hoy, cuando puedo, todavía la disfruto con admiración.
1978. Había sido un naufragio sin víctimas a 200m de la costa. Todavía quedan muchos restos esparcidos por la zona y una parte estructural que permite penetrar y que, desde dentro, presenta unos contraluces preciosos.
Esa fue la primera vez que vi, en persona, un barco hundido. Todavía sigo siendo aquel niño cuando buceo en alguno.
Lo más largo de mi trayecto al Álvaro Cunqueiro fue desde el aparcamiento hasta la sala de estar para familiares. cerca de donde se encontraba Edelmiro. Estaba estable, despierto, pero tal como me había dicho Flora, lo mantenían intubado para asegurar la ventilación por la vía aérea.
Flora me miraba, y vi su preocupación.
-¿Has hablado con el médico?- Pregunté.
-Todavía no, tienen que hacerle pruebas. – Susurró, evitando que Edelmiro pudiera escucharnos.
Eran casi las dos de la mañana, hacía ya dos días que no dormía y sin embargo no tenía ni un ápice de sueño. Flora dormitaba en el sillón que tenía reclinado en ese momento y no teníamos noticias del médico.
Revisé mi teléfono, tenía un whatsapp de Rubén. Otro audio.
Vale, espero que esté todo bien.
Es una pena, le estuve hablando de ti, y de lo que haces, a esta chica y me dijo que te quería conocer. Te la tengo que presentar, es super simpática, pega contigo, yo lo veo. ¿Eh? Y podemos hacer planes de pareja super guays. En serio. Te la voy a dejar en bandeja, ya verás. Le voy a decir que tienes una buena pirola. Es la mujer de tu vida, fijo. ¡Rubén! No le digas eso, que vergüenza, te mato.
No pude evitar reirme al escuchar de fondo esa voz fememina amenazando a mi amigo. Hubiera estado bien que esa chica le diese una colleja. No estaba yo para mujeres. Volvió a pasar por mi cabeza el vuelo París – Santiago, y divagué, hasta que un ajetreo de personas pasando rápidas por el pasillo me trajo de vuelta al presente.
El repentino movimiento cerca de la sala hizo a Flora despertarse. Se estaban llevando Edelmiro en camilla.
Se encontraba estática, se había quedado de pie en el pasillo mirando fijamente a la puerta de la habitación de su marido que se había quedado abierta. – Calma – Me dije en voz baja. Vendrá alguien a decirnos algo. Invité a Flora a sentarse, que lo hizo de forma automática, sin siquiera levantar la vista del suelo y sin decir nada.
Pasaron los minutos, no sé cuantos, y seguíamos sin tener noticias. Miré la hora en el móvil, ya pasaban de las tres de la mañana, tenía notificiaciones de whatsapp: Rubén, intuí, pero no abrí la aplicación para ver los mensajes.
Fui a por café. Capuccino con avellana. Uno de esos placeres de máquina expendedora de café y el primer sorbo me hizo recordar los tiempos en los que estudiaba en el CUVI. Está malísimo.
– ¿Familiares de Edelmiro? – Dijo una voz seria
Me levanté, y fui hacia Flora, que no había escuchado la llamada.
-Flora, familiares de Edelmiro – Señalé hacia la persona que nos llamaba – Ven.
Era una mujer morena, de pelo corto, rondaría los 50 años. Miró a Fiora, y luego hacia mi.
-¿Son los familiares de Edelmiro? – Preguntó. «No, estoy aqui por hobbie» pensé en decirle. – Sí, es la mujer. Flora. – Dije finalmente. Una simple mirada de la mujer me hizo darme cuenta que quería que me fuese para hablar con Flora en privado, hice un ademán de retirarme pero Flora me agarró del brazo.
La conversación no duró mucho.
– Flora, tienes que ir a casa, tratar de descansar, aquí no haces nada y el horario de visita no empieza hasta la una de la tarde. Vámonos. – Flora seguía sin decir nada, pero, por lo menos hacía caso a las indicaciones. En ese momento simplemente existía, totalmente en autománico, haciendo caso a indicaciones. La lleve a casa, eran las casi 5 de la mañana ya.
-Ten el teléfono con sonido, si te llaman, por lo que sea, me avisas. A las 12:30 te recojo, y te llevo al hospital. Trata de descansar, túmbate por lo menos. ¿Vale? Todo va a estar bien. – La abracé al terminar mi pequeño monólogo y subí por las escaleras a mi piso.
Era la segunda vez en 48 horas que el cerrar de la puerta me aislaba del mundo exterior, y sentí de pronto como me rodeaba el silencio. No era paz, no. Me sentía en el centro de un huracán sin saber cuanto tiempo me quedaba para enfrentarme a la tormenta. Fui hacia la cama y me encontré en la mesilla de noche ese pequeño bote de perfume que había encontrado en la mochila.
Lo abri, y mojé mi muñea izquierda. Resulta ser cierto que el mismo perfume huele diferente según la persona que lo usa, pero por un segundo la sentí cerca. Creí que así podría conciliar el sueño durante unas horas, pero no. La cabeza me daba vueltas, el corazón se me aceleraba, y empecé a tener sudores fríos. ¿El café? Estuve tumbado hasta que vi nacer el sol por la ventana y empezaba a tener un dolor de cabeza que no me dejaba concentrarme. Decidí darme una ducha fría.
Intenté aclarar mis pensamientos, pero el coctel que tenía en mi cabeza no tenía sentido. Giré el grifo hacia la derecha, buscando despejarme con el agua más fría posible, dejé de notar la temperatura y me concentré en notar el agua recorriendo mi piel. Traté de no pensar.
Estaba haciendo todo lo que podía hacer en ese momento. ¿No? No podía hacer nada más. No había nada más bajo mi control, tenía que estar tranquilo. Tenía que estar tranquilo, pero no lo estaba.
Salí de la ducha, me enrollé en la toalla y volví a tumbarme en cama, cerré la persiana, eran ya las nueve y veinte de la mañana y tenía que obligarme a dormir. Apagué la luz, y pude darme cuenta de que en mi teléfono móvil una luz parpeadaba, lo desbloqué y pude ver:
(3) Llamadas perdidas.
Número oculto.
10
Capítulo décimo.
Sostuve el teléfono en la mano.
(3) Llamadas perdidas
Número oculto.
El desconocimiento del quién y el porqué de esa llamada hacía que la intriga, por unos segundos, superase al dolor de cabeza que tenía en ese momento. La ducha no había servido para mucho, y la luz del sol que comenzaba a inundar el piso me despertaba un sentimiento hostil. Tuve que hacer un gran esfuerzo para vestirme, sin embargo, me quedé tumbado en cama.
Me aseguré de que el teléfono tuviera el sonido al máximo de volumen. ¿Quién llama tres veces seguidas, a las nueve de la mañana, con número oculto? Tenía el estómago cerrado, y el cerebro parecía estar también al mínimo de sus funciones, así a todo era incapaz de dormir. La migraña hacía que notase en mi cabeza los latidos de mi propio corazón. Revisé el teléfono continuamente, abría el registro de llamadas.
(3) Llamadas perdidas… hace 19 minutos.
… hace 48 minutos.. hace 2 horas… –
El tiempo pasaba y el teléfono no volvió a sonar. Me obligué a comer, a tomar algún analgésico, y me senté en la mesa del ordenador a revisar los papeles que seguían allí desordenados ¿Cuántas horas había pasado entre esos relatos, registros y testimonios? La mayoría de los datos me los sabía ya de memoria debido a la cantidad de veces que los había releído, hasta que llegué a un punto sin salida.
Seguía sin noticias del libro, ni de ella, sin noticias de Edelmiro, sin noticias de Vueling o de Lito, que seguían sin contestarme, y todavía tenía audios de Rubén por escuchar, decidí que no me apetecía, no era el momento, revisé el teléfono de nuevo: Nada.
Salí a la terraza a por un poco de sol, calentaba lo suficiente para producir una sensación agradable, falta todavía una hora para ir a recoger a Flora y subir de nuevo al hospital, cerré los ojos.
Intenté adivinar la textura de las baldosas con la yema de los dedos del pie, su temperatura. Hice lo mismo con diferentes partes del cuerpo sin moverme en absoluto, jugué con la respiración, alargando la exhalación, realizando pequeñas apneas, y cogiendo aire hasta llenar los pulmones. Lo hacía despacio, sintiéndolo, éramos mi respiración y yo, el resto desaparecía. Viví el momento, el sol en la cara y en mis manos, el frío del suelo en mis pies, el peso de la gravedad sobre mi columna y los codos en el reposabrazo de la silla.
Desaparecí.
Volví a París.
Me encontraba en Bibliothèque de l’École militaire. Durante los últimos meses había cruzado infinidad de emails con Émilie. Una historiadora que encontré en un foro mientras navegaba por internet ya hacía años, buscando información sobre Luc Lefebvre. Había encontrado ese nombre varias veces entre las hojas arrugadas que rescaté del sótano del viejo albergue.
La única persona que respondió fue Émilie, había leído ese nombre durante sus años de estudio, mientras, cómo trabajo, digitalizaba el inventario de libros y los registros de la Biblioteca de la Escuela Militar de París. Desconocíamos en ese momento quién era la persona tras el nombre. Pero había infinidad de registros firmados como Luc Fefebvre, entre 1892 y 1913. Después, se perdía todo rastro.
La confianza con Émilie, y la curiosidad, creció enseguida, poco a poco, le fui pasando capturas de las hojas y anotaciones en los libros que había rescatado aquel día con Edelmiro. Eso nos llevó hasta el norte de Francia. Una pequeña localidad llamada Perros-Guirec, en Lannion, al norte de la Bretaña francesa.
Luc Lefebvre nació en 1870. Durante la tercera república francesa, en plena guerra Franco-Prusiana, sus padres habían escapado al pequeño pueblo costero de Perros-Guirec. Pueblo que abandonó cuando tuvo edad de realizar el servicio militar y comenzó a trabajar a sus 22 años en la estación de ferrocaril de París. A partir de ahí, Luc, se obsersionó con la lectura. A sus 44 años comenzó el camino de Santiago, camino del que no regresó. Sin embargo, todas las anotaciones y todos los libros amarillentos acumulados indicaban que había estado buscando algo.
Esa obsesión nos envolvió como una ola a Émilie y a mi obligándome meses después a coger un vuelo a París y entrar en la Escuela Militar. Llevaba allí apenas veinte muchos cuando mensajeé a Émilie.
Lo tengo.
Fue más sencillo de lo esperado, lo más complicado fue encontrar la forma de acceder a una zona subterranea y tapiada de la escuela, los antiguos dormitorios subterraneos ya en desuso que habían sido utilizado por los esclavos que habían sido utilizados para la construcción de la escuela militar en 1751, información que no consta ni en los archivos, ni en los planos oficiales. Luc Lefebvre había habitado durante años uno de esos ocultos y desconocidos dormitorios.
Por el motivo de mi visita, me pidieron que entregase en seguridad mi teléfono móvil y objetos personales como las llaves, cartera y el reloj. Pero me permitieron entrar con el libro que llevaba conmigo, y cuando salí, salí con ese mismo libro.
El sonido del teléfono recorrió el salón y llegó hasta mis oídos en la terraza. Me sacó del recuerdo mientras soñaba despierto y torpemente fui corriendo hacia él.
Era la alarma.
12:25. Tenía que bajar de nuevo al tercero y recoger a Flora.
Timbré y esperé, pero no recibí respuesta.
Quedaban todavía minutos para la hora en la que había quedo con ella, seguramente habría puesto la alarma para no despistarse, así que paseé por el rellano durante ciento veinte segundos y el pitido repetitivo de un tono de despertador comenzó a oirse de lejos. Me pegué a la puerta y ese sonito aumentaba de volumen. Había acertado.
Pasaban los segundos y ese sonido continuaba sonando sin detenerse, timbré, golpeé a la puerta. Pegué el oído a la madera para intentar escuchar algo de movimiento, y nada.
Sólo se escuchaba el despertador que no se detenía.
11
Capítulo undécimo.
El despertador se había rendido y habían cesado sus alarmas. Desbloqué mi teléfono y llamé a Flora. Deseé no escuchar el tono a través de la puerta y que simplemente hubiera salido y en ese momento no estuviese en casa. Aplasté mi oreja y aguanté la respiración … ahí estaba. El sonido del teléfono atravesó las estancias que nos separaban y, aunque lejano y débil, llegó a mi oído.
Aumentó la fuerza de mis golpes aporreando la puerta, un mal presentimiento se había alojado dentro de mi y se me erizó la piel.
– ¡Flora!- Grité.
EL grito y ruido de mis golpes hizo salir a uno de los vecinos, nos conocíamos solamente de vista y de mutuos – Buenos días – en el ascensor. Se extrañó de verme en su rellano y le expliqué la situación.
¿Deberíamos llamar a las autoridades? El 112 se encargaría de enviar a una patrulla de policia y a los bomberos.
Flora y Edelmiro no habían tenido hijos, en común. Sin embargo en una conversación pude adivinar que él tenía uno fruto de una antigua relación, cuando apenas cumplía la mayoría de edad,hacía ya más de 50 años, pero Edelmiro nunca hablaba de él. La familia de ella vivía toda en Córdoba, de la Edelmiro no conozco nada más.
Las autoridades estaban de camino, pero no había tiempo, si a Flora le había ocurrido algo los minutos contaban, y quizá ya había pasado demasiado tiempo.
Aquel hombre que me acompañaba dió unos pasos atrás, y con el impulso que le permitía adquirir el ancho del rellano se avalanzó contra la puerta produciendo nada más que un golpe seco.
-Así sólo conseguirás hacerte daño, estas puertas están blindadas – Le dije
-Había que intentarlo. ¿Qué hacemos? – Preguntó
-Quizá haya dejado una ventana abierta y podamos entrar. – Sugerí, adelantándome a la situación.
-¿Por la ventana? – Su cara me dió a entender que él no sería quien jugase a ser spiderman en la fachada del edificio.
– Vamos – Dije mientras ya corría por las escaleras.
Efectivamente. Flora siempre ventilaba la casa por las mañanas, aunque fuera invierno.
-Esa es la ventana que da al salón, está justo debajo de mi terraza. – Dije.
-Sí, pero dos pisos por debajo. ¿Cómo vas a bajar? – Preguntó
-Con tu ayuda, vamos.
Subimos corriendo a mi piso, en mi terraza todavía tenía los equipos de apnea que había utilizado antes de volar a París y que había dejado secando a la sombra después de endulzarlo.
– Esto aguanta 500kg – Le expliqué mientras daba varias vueltas al cabo que uso para bajadas en apnea sobre la barandilla haciendo así un nudo corredizo, continué pasando rápido el cabo a través de la barra de dominadas que había instalado cuando llegué a ese piso y que cumplía a veces la función de colgador para trajes de neopreno. Tiré fuerte, funcionará. – Me lo ataré como si fuera un arnés, y vas a dejar que el cabo vaya pasando poco a poco. Ten cuidado, si sueltas cabo demasiado rápido puede montarse y se bloqueará haciéndome quedar enganchado, tendría que bajar a pulso o… le hice un gesto que entendió perfectamente. – ¿Estaría confiando demasiado en ese hombre? Seguíamos sin escuchar sirena de ningún tipo. Al final es verdad que si llamas a la vez a la policia y a una pizzería… la pizza llega antes.
Me aseguré el cabo alrededor de mi cintura, piernas e ingle y lancé lo que sobraba por la fachada del edificio, retrocedí hasta que la tensión me impidió seguir.
-Vale, ahora poco a poco, como te expliqué, vas a ir dándome cabo palmo a palmo. – Miré hacia abajo y pude distinguir transeuntes deteniéndose y mirando hacia lo que estaba ocurriendo. Volví a asegurarme de que el cabo tenía tensión antes de pasar por cuerpo por fuera de la barandilla. – Poco a poco, poco a poco. – Me encontraba ya por fuera de la fachada del edificio, tenía los pies en la pared apoyados y las manos sujetas a la barandilla, descendí poco a poco, hasta que el cabo me frenó, solté un pié, solté el otro, aflojé la fuerza de una mano… – ¡Bien! Ya estoy en el aire, completamente colgado, sigue dándome, más. – Le dije aumentando el volumen de mi voz.
Ya podía ver frente a mi la ventana del cuarto piso, mi vecino lo estaba haciendo genial. Continuó haciendome descender hasta que ya estaba a la altura del tercero. Delante mía estaba el salón de Edelmiro y Flora, desde la posición en la que me encontraba no podía verla. Podía escuchar voces desde la calle, pero no llegué a distinguir que decian, me daba exactamente igual.
– ¡Vale! ¡Para! ¡Haz firme! – Se detuvo y estirando el pie conseguí hacer fuerza en el marco de la ventana, me arrimé, y una vez sujeto con las manos, pude apoyar los pies en un pequeño borde en la fachada. – ¡Estoy apoyado, dame un metro más! – Aflojó el cabo y pude entrar en el salón.
Me solté el nudo que me mantenía sujeto al cabo y corrí por la estancia. El piso es igual que el mío, salvo la terraza, pero tiene más metros de salón. Tras pasar por el recibidor giré a la izquierda, entré al pasillo que lleva hacia su habitación y no me hizo falta encender la luz, la persiana no estaba bajada del todo, pude ver la cama y un bulto bajo el edredón, estaba metida en cama, boca abajo, parecía plácidamente dormida.
Respiré aliviado al verla metida en cama. En ese momento comencé a percibir el sonido de las sirenas de policia entrando por la ventana. Apoyé una mano sobre el hombro de Flora despacio para no asustarla y la zarandeé un poco, no se despertó. En automático llevé la mano al cuello de Flora buscando la carótida, al tacto pude notarla más fría de lo habitual, aguanté la respiración.
No fui capaz de encontrar el pulso.
Moví el cuerpo de Flora colocándolo en posición «decúbito supino» seguía sin despertarse y volví a buscarle el pulso. A la vez acerqué mi oreja hacia su boca para poder oir y sentir su respiración, miré hacia su pecho que me parecía inmóvil y de fondo, sobre la mesilla, pude ver una caja de pastillas.
Me temblaba todo el cuerpo, quizá por eso no notaba el pulso ni la respiración. Me erguí y cogí las pastillas, cuando estaba leyendo la caja escuché golpes en la puerta. Me dirigí rápido hacia puerta mientras leía el nombre de ese medicamente. Dormodor, con ese nombre serán pastillas para dormir, como melatonina o algo por el estilo. Llegué al recibido y abrí la puerta, era el vecino acompañado de dos policia.
Abrí la puerta y la mirada que recibí fue de todo menos amable. Les señalé hacia el pasillo. – Al fondo a la izquierda, rápido. – Entraban con ellos dos personas que por el uniforme entendí que eran de una ambulancia. Miré a mi vecino – Creo que no respira. – Detrás del primer vecino se habían acumulado más, que por el ruído de las sirenas, y siendo casi la una de la tarde, se habían acercado para ofrecer ayuda, o empujados por el morbo. Hubo gritos ahogados.
Uno de los sanitarios salió corriendo por el pasillo y sin decir nada, atravesó el coágulo de vecinos y bajó por las escaleras. Fui de nuevo a la habitación de Flora, uno de los policías se giró al verme.
-Tiene pulso pero es muy débil, la llevamos al hospital – Dijo.
Ahí pude respirar. Di dos pasos y avancé hacia el técnico de la ambulancia, saqué la caja de pastillas del bolsillo.
-Toma, tenía esto en la mesilla.
En ese momento entraba el otro compañero con una camilla de ambulancia.
Llamé al teléfono de Flora, que sonó sobre la mesa de salón y me lo guardé. En el mueble de la entrada cogí las llaves que tantas veces me había dejado Edelmiro para bajar al trastero a por alguno de sus trastos, también las guardé mientras salía al rellano.
-Gracias- Le dije a mi vecino. – De verdad – Se la llevan al hospital.
Miré el reloj:
13:13
El horario de visitas del hospital Alvaro Cunqueiro había comenzado hacía trece minutos. Pensé en Edelmiro. Llamé por teléfono sin esperanza alguna, sonó el tono 5 veces y saltó el contestador.
Noté la mirada de los vecinos clavada en mi.
12
Capítulo duodécimo.
Mientras sacaba el coche del garaje llamé al hospital para poder averiguar algo de Edelmiro. Después de hablar con varias personas de diferentes extensiones y unos minutos que me parecieron eternos lo único que conseguí es saber que vuelve a estar sedado.
Aparqué el coche y caminé lo más rápido que pude hacia la puerta de urgencias, la privación de sueño de los últimos dos días comenzaba a pesarme sobre las piernas, notaba un ardor en ellas a cada paso que daba, y me dolía el hecho de mantenerme de pié. Crucé varias frases en el mostrador y me senté a esperar en la sala de espera.
Ojeé el móvil y busqué novedades. El hilo en twitter comenzó a hacerse viral, y varias eran las personas que se habían dado por aludidas, pero, al tampoco tener mensajes privados y tras ver la biografía de las cuentas que lo hacían, supe que no eran nada más que los habituales trols que habitan las redes. Tenía mensajes en whatsapp sin leer. – Los de Rubén – Pensé. Me dispuse a escucharlos, pero cuando abrí la aplicación vi que la notificación hacía referencia a otra persona. Lito. Piloto de Iberia.
¡Hola! Perdona, he estado fuera unos días y no había podido leer tu mensaje. Acabo de llamar a un compañero que trabaja en Vueling desde hace unos años y va conseguirme la lista de pasajeros de ese vuelo, pero que esto quede entre nosotros, ya sabes. Por cierto, a ver cuando nos vemos y hacemos unas lubinas, tengo la parrilla sin estrenar.
Un café no habría tenido tanto efecto sobre mi como lo tuvo ese mensaje. Iba a conseguirme la lista de pasajeros, y con eso uno de mis problemas iba a quedar solucionado. Me levanté para escuchar los audios de Rubén, supongo que es un toc lo de echar a caminar cada vez que acerco el teléfono a la oreja.
– Familiares de Flora? – Dijo una voz femenina a mis espaldas, en la puerta de la sala de esperas.
Guardé el teléfono enseguida y deshice lo caminado para acercarme a ella.
– Yo, dígame. ¿Cómo está? – Pregunté casi sin recuperar el aliento de los pasos acelerados.
– No lo sabemos todavía, el pulso es muy débil, sufre una intoxicación por benzodiacepinas, no sabemos si ha ingerido también otros medicamentos. Tendrá que quedar en observación, de momento su estado es estable como sabemos como evolucionará, estos casos son delicados. – Miró hacia el suelo unos segundos y volvió a levantar la vista hacia mi.
-¿Cuando podremos saber más? – Pregunté.
-No te puedo dar una respuesta exacta, pero yo que usted no esperaría noticias hasta pasada esta noche. – Sus parecían honestas maquilladas con un tono de compasión y empatía.
El horario de visitas en la UCI ya había terminado, pero me atreví a aventurarme hasta la habitación de Edelmiro. Fui interceptado cuando apenas me quedaban unos metros, pero me acompañaron unos segundos a verlo. Estaba dormido, intubado, y a mi parecer con un tono demasiado blanco.
-Mejor que esté dormido – Pensé. Me di cuenta de que, mire por donde mire, no pintaba absolutamente nada en el hospital, debía esperar. Me iría para casa.
Conduje prestando la máxima atención que pude debido al cansancio y al dolor de cabeza. No me encontraba nada bien, necesitaba desconectar, darle un respiro al cuerpo y sobretodo, a la mente.
Cerré la puerta del piso, ya comenzaba a acostumbrarme al sentimiento de aislamiento que producía en mi el ruido de la puerta al cerrarse. Dejé las llaves del coche y cartera en el cesto que tengo en el mueble del cerribidor, y al palparme los bolsillos en busca de más objetos me di cuenta de que, al darle al técnico sanitario la caja de pastillas. Un blister de ellas se había quedado en mi bolsillo. Mientras las llevaba en la mano caminé hasta el cuerpo de baño y acabé de desnudarme.
Me di una ducha rápida con agua fría y me metí en cama. Dormir se había convertido en una urgencia. Cerré la persiana, la puerta y me sometí al abrazo de la oscuridad absoluta.
Pasaban los minutos y en mi cabeza bailaban pensamientos, uno tras otro, y el sueño seguía sin aparecer. No encontraba postura, nervioso e incómodo decidí coger el teléfono y poner algún podcast que me ayudara a distraerme y al fin, dormirme. Al palpar a ciegas sobre la mesilla de noche lo primero que encontraron mis dedos fue el blister de pastillas que había venido conmigo. Seguí hasta encontrar el teléfono móvil y googlee.
Dormodor se utiliza para los trastornos en el ritmo del sueño y para todas las formas de insomnio, especialmente cuando existen dificultades para conciliar el sueño.
Jugué con el blister en la mano durante un par de minutos, hasta que tomé la decisión. Si no conseguía dormir, necesitaba inducirme el sueño. Tragué una pastilla.
Pasaron los minutos y no notaba nada. Estaba terminando un episodio de Historia de National Geographic y solo se habían producido en mi un par de bostezos. Encendí de nuevo el móvil con la intención de encontrar otro podcast y evadirme, volví a ver la notificación de los audios de whatsapp de Rubén. Abrí la aplicación y le di al play para que los audios sonasen uno tras otro.
¿Todo bien? ¿Me preocupo? ¿No será otra de tus bombas de humo? Tu antes molabas. Escucha, ahora en serio. Le he hablado de ti a esta chica, ha flipado con las cosas que haces, dale una oportunidad, es buena chica, y tú también, lo mereces, llevas año haciendo el gilipollas.
Eyyyy. Creo que la he cagado, bueno, no sé, le he enseñado la foto que nos sacamos en A Coruña cuando cruzamos nadando el Orzán. Que el neopreno te disimula las chichas, ya sabes. Le ha cambiado la cara al momento, creo que te conoce, o algo. Igual le has parecido muy feo.
Los audios se reproducían uno tras otro, noté que me se me iba la cabeza.
-¿Le has dado?
-Sí, si, está grabando. Saluda. ¿O te da vergüenza?
-Em… Hola, esposo mio.
Me sumergí en el sueño, mientras desaparecía totalmente mi consciencia.