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Capítulo décimo.
Sostuve el teléfono en la mano.
(3) Llamadas perdidas
Número oculto.
El desconocimiento del quién y el porqué de esa llamada hacía que la intriga, por unos segundos, superase al dolor de cabeza que tenía en ese momento. La ducha no había servido para mucho, y la luz del sol que comenzaba a inundar el piso me despertaba un sentimiento hostil. Tuve que hacer un gran esfuerzo para vestirme, sin embargo, me quedé tumbado en cama.
Me aseguré de que el teléfono tuviera el sonido al máximo de volumen. ¿Quién llama tres veces seguidas, a las nueve de la mañana, con número oculto? Tenía el estómago cerrado, y el cerebro parecía estar también al mínimo de sus funciones, así a todo era incapaz de dormir. La migraña hacía que notase en mi cabeza los latidos de mi propio corazón. Revisé el teléfono continuamente, abría el registro de llamadas.
(3) Llamadas perdidas… hace 19 minutos.
… hace 48 minutos.. hace 2 horas… –
El tiempo pasaba y el teléfono no volvió a sonar. Me obligué a comer, a tomar algún analgésico, y me senté en la mesa del ordenador a revisar los papeles que seguían allí desordenados ¿Cuántas horas había pasado entre esos relatos, registros y testimonios? La mayoría de los datos me los sabía ya de memoria debido a la cantidad de veces que los había releído, hasta que llegué a un punto sin salida.
Seguía sin noticias del libro, ni de ella, sin noticias de Edelmiro, sin noticias de Vueling o de Lito, que seguían sin contestarme, y todavía tenía audios de Rubén por escuchar, decidí que no me apetecía, no era el momento, revisé el teléfono de nuevo: Nada.
Salí a la terraza a por un poco de sol, calentaba lo suficiente para producir una sensación agradable, falta todavía una hora para ir a recoger a Flora y subir de nuevo al hospital, cerré los ojos.
Intenté adivinar la textura de las baldosas con la yema de los dedos del pie, su temperatura. Hice lo mismo con diferentes partes del cuerpo sin moverme en absoluto, jugué con la respiración, alargando la exhalación, realizando pequeñas apneas, y cogiendo aire hasta llenar los pulmones. Lo hacía despacio, sintiéndolo, éramos mi respiración y yo, el resto desaparecía. Viví el momento, el sol en la cara y en mis manos, el frío del suelo en mis pies, el peso de la gravedad sobre mi columna y los codos en el reposabrazo de la silla.
Desaparecí.
Volví a París.
Me encontraba en Bibliothèque de l’École militaire. Durante los últimos meses había cruzado infinidad de emails con Émilie. Una historiadora que encontré en un foro mientras navegaba por internet ya hacía años, buscando información sobre Luc Lefebvre. Había encontrado ese nombre varias veces entre las hojas arrugadas que rescaté del sótano del viejo albergue.
La única persona que respondió fue Émilie, había leído ese nombre durante sus años de estudio, mientras, cómo trabajo, digitalizaba el inventario de libros y los registros de la Biblioteca de la Escuela Militar de París. Desconocíamos en ese momento quién era la persona tras el nombre. Pero había infinidad de registros firmados como Luc Fefebvre, entre 1892 y 1913. Después, se perdía todo rastro.
La confianza con Émilie, y la curiosidad, creció enseguida, poco a poco, le fui pasando capturas de las hojas y anotaciones en los libros que había rescatado aquel día con Edelmiro. Eso nos llevó hasta el norte de Francia. Una pequeña localidad llamada Perros-Guirec, en Lannion, al norte de la Bretaña francesa.
Luc Lefebvre nació en 1870. Durante la tercera república francesa, en plena guerra Franco-Prusiana, sus padres habían escapado al pequeño pueblo costero de Perros-Guirec. Pueblo que abandonó cuando tuvo edad de realizar el servicio militar y comenzó a trabajar a sus 22 años en la estación de ferrocaril de París. A partir de ahí, Luc, se obsesionó con la lectura. A sus 44 años comenzó el camino de Santiago, camino del que no regresó. Sin embargo, todas las anotaciones y todos los libros amarillentos acumulados indicaban que había estado buscando algo.
Esa obsesión nos envolvió como una ola a Émilie y a mi obligándome meses después a coger un vuelo a París y entrar en la Escuela Militar. Llevaba allí apenas veinte minutos cuando mensajeé a Émilie.
Lo tengo.
Fue más sencillo de lo esperado, lo más complicado fue encontrar la forma de acceder a una zona subterranea y tapiada de la escuela, los antiguos dormitorios subterraneos ya en desuso que habían sido ocupados por esclavos utilizados para la construcción de la escuela militar en 1751, información que no consta ni en los archivos, ni en los planos oficiales. Luc Lefebvre había habitado durante años uno de esos ocultos y desconocidos dormitorios.
Por el motivo de mi visita, me pidieron que entregase en seguridad mi teléfono móvil y objetos personales como las llaves, cartera y el reloj. Pero me permitieron entrar con el libro que llevaba conmigo, y cuando salí, salí con ese mismo libro.
El sonido del teléfono recorrió el salón y llegó hasta mis oídos en la terraza. Me sacó del recuerdo mientras soñaba despierto y torpemente fui corriendo hacia él.
Era la alarma.
12:25. Tenía que bajar de nuevo al tercero y recoger a Flora.
Timbré y esperé, pero no recibí respuesta.
Quedaban todavía minutos para la hora en la que había quedo con ella, seguramente habría puesto la alarma para no despistarse, así que paseé por el rellano durante ciento veinte segundos y el pitido repetitivo de un tono de despertador comenzó a oirse de lejos. Me pegué a la puerta y ese sonito aumentaba de volumen. Había acertado.
Pasaban los segundos y ese sonido continuaba sonando sin detenerse, timbré, golpeé a la puerta. Pegué el oído a la madera para intentar escuchar algo de movimiento, y nada.
Sólo se escuchaba el despertador que no se detenía.