(16) Mi segunda vez

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Capítulo decimosexto.

Era una de mis primeras inmersiones con botella, mentí cuando me inscribí al curso. Dije que nunca había buceado, aunque quizá en cierto modo fuera verdad. Nunca había buceado como se tiene que bucear.

Junto con un amigo, siendo adolescentes y sin conocimiento de nuestros padres, utilizábamos un vieja botella de buceo, que nos cargaban con un compresor de pintura, a una presión de unos 10 bares.

Esa botella, con apenas dos reguladores saliendo de su primera etapa, sin manómetro, y por supuesto sin un chaleco, servía a Diego y a mi para realizar nuestras incursiones subacuáticas en el muelle donde atracan los barcos mejilloneros de Chapela. ¿Cuánto tiempo estábamos abajo? A veces 5 minutos, a veces 6 o 7, hasta que la fuerza que teníamos que hacer para chupar el aire era tanta que soltábamos el equipo en el fondo y subíamos a respirar comparando nuestro botín, que consistía en poteras que habían perdido los pescadores a caña, alguna raña, y a veces, los días buenos, algún choco o algún pulpo demasiado confiados.

Años después sería el primero en recomendar que vigilen a sus hijos, por favor. Podrían salir como Diego y yo, que de milagro no nos hicimos daño.

Pero volviendo a mi segunda vez. Cuando me inscribí en el curso de buceo, bajo la intensa mirada del que luego sería mi instructor, dije que nunca había utilizado un equipo de buceo. Mentira que se sostuvo hasta descubrir la soltura y habilidad con la que me supe manejar en la que fue la primera inmersión que registraría en mi libro de inmersiones. Fue en la peña del Cabrón. Nunca supe por qué se llamaba así, pero me imaginación opta por algún motivo gracioso.

A partir de ahí, mi formación en el primer curso se basó en ir de perrillo pastor del resto de compañeros, me tocó cerrar grupo y acompañar a algún rezagado.

Estábamos en Cangas, por fuera del baño de la Borneira, donde hay un faro de color rojo. Acostumbrado a verlos desde fuera nunca creí que esos faros que se veían pequeños a lo lejos, en realidad, fueran estructuras de un porte interesante.

Sondeamos la zona y echamos el ancla.

En el breafing… ¡El instructor nos contó que ahí se encontraba hundido un barco de la época del pirata Drake!

¡Un barco PIRATA! Imaginaros la excitación que podría sentir mi yo juvenil, un niño que creció leyendo libros de naufragios y piratería. Y nada más y nada menos que de Francis Drake, uno de los perros de la reina Isabel I de Inglaterra. Un corsario que le dió cera a los navíos de Carlos I y Felipe II en las Indias Occidentales. ¡Y estaba a punto de bucear en él! ¡En la ría de Vigo!

Spoiler: La inmersión fue una decepción total.

Descendimos, no sin incidencias de quienes no eran capaces de compensar, a un fondo de doce metros de profundidad, quién bucea puede entender la visibilidad que te encuentras cuando eres el último del grupo y tienes a los ocho renos de Papa Noel delante de ti aleteando contra el fondo y levantando la arena. El afloramiento veraniego que encontramos en Galicia en verano no ayudaba, haciendo que el agua se tornase verdosa y la cantidad y densidad de laminaria que había en el propio barco hizo que lo durante treinta minutos, lo único que pude ver fue un amasijo de algas marrones, aletas de colores, y una chapa metálica que entendí que se trataba de una cuaderna.

Mi imaginación volaba buscando entre la arena y piedras una espada, mosquete, cañones, o calaveras.

Se terminó la inmersión, y volvimos a puerto, donde algunos buceadores presumían de haber visto barriles. ¿Barriles? En ese momento no creí que la historia que se encontraba detrás del Southern Cross y del Valparaíso me fueran a resultar tan familiares en el futuro.

Esa decepción no hizo tambalear mi pasión por los barcos hundidos, y sólo semanas después pude disfrutar de otro de nuestros pecios, el IVY. Buque doscientos metros de bandera Liberiana que duerme cerca de la boca sur de la Ría de Vigo desde el 30 de Enero del 1976. Eso sí, hecho pedazos, con todavía su cargamento desperdigado por el fondo. Esa inmersión fue un antes y después.

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