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Capítulo sexto.
Todavía guardo ese bote de perfume.
Tuve que centrarme tras el susto de encontrarla de frente, nerviosa, pulsando repetidas veces el botón del ascensor. La falta de sueño nublaba mi mente y me quedé parado sin saber qué más decir.
– Buenos días – Dijo ella. y me cedió el paso.
Cuando miré hacia sus ojos, vi su cara de preocupación. Algo pasaba, y no era nada bueno.
– ¿Cómo estás?
– Bien, eh… yo… es Edelmiro.
-¿Está bien? ¿Qué ocurre?
– Ha empeorado. – Sus ojos rojos confesaban que había estado llorando, y esas lágrimas estaban a punto de brotar de nuevo. La abracé.
– ¿Está despierto? Vamos, te acompaño.
A pesar de cargar con varias décadas en cada una de sus piernas, Flora, seguía siendo una mujer elegante. Seguro que en su juventud había desviado muchas miradas y roto algún corazón que otro. Los había conocido hace años, cuando me mudé a este edificio.
Subimos juntos en el ascensor hasta el tercer piso.
Recuerdo la primera vez que vi a Edelmiro, podría ser mi abuelo, o el tuyo, el abuelo que tiene muchas historias que contar y que podrías estar horas escuchándolo mientras te pega una paliza a las cartas. Estaba todavía con la mudanza y guardando cajas en el trastero cuando vi a un señor que ya pasaba de los setenta años refunfuñando porque no encontraba manera de guardar unos trastos en el suyo.
Vi en el suelo un regulador bitraquea de la marca Nemrod, el modelo V2. Es un tipo de regulador que la mayoría de personas que bucean a día de hoy no saben ni que existe.
-Madre mia, menuda reliquia. ¿Y este fósil?
-De fósil nada. ¡Todavía funciona! Como el primer día. Fue mi primer regulador, ahorré durante meses para comprarlo.
-¿Puedo? – Señalé hacia el artículo de coleccionista que tenía delante.
-Claro, claro.
No sabía que aquello que tenía entre mis manos era sólo la punta de un iceberg, y que de ahí en adelante Edelmiro se convertiría en un padre para mi. Sus manos, hoy enormes, habían tallado muchos de los dibujos que hoy visten las puertas más emblemáticas de Vigo cuando era jóven. Descubrí que fue de los primeros hombres rana de las aguas de las Rías Bajas. Y que hacía, según él, el mejor licor café de Galicia. Edelmiro sufre de enfermedad pulmonar obstructiva crónica, y aunque nunca había fumado toda su vida trabajó con barnices, lacas y pinturas. Hacía años que se había terminado el buceo para él.
Escuché su tos desde el rellano. Era una tos crónica, más de una vez lo vi sangrar aunque él siempre trataba de ocultarlo tapando su boca con un pañuelo con las letras E.P.F bordadas. Siempre me irritó su tos, que intentó retener sin éxito cuando entré a su salón y me lo encontré sentado en su sillón. Suyo, y solo suyo. Todavía recuerdo la colleja que recibí cuando me senté, ignorante y sólo unos segundos, una de las cientos, sí, cientos de veces que compartí historias con él, en esa misma habitación.
– A ver. ¿Qué carallo te pasa, oh? – Le dije al viejo.
– ¿A mi? Nada, estoy perfectamente, un poco de resfri…
– Llevas dos días tosiendo sangre, estás fatigado, te ahogas al caminar – Interrumpió Flora.
-Tonterías, eres una exagerada, en dos días se me pasa – Dijo con un ademán de fingir despreocupación
Flora fue a la cocina con la barra de pan que había ido a buscar, siempre hacía tostadas mientras Edelmiro exprimía dos naranjas, un limón, y un pomelo. El viejo lo intentó, pero no fue capaz de levantarse del sillón.
Miró como ella entraba en la cocina.
-¿Lo has averiguado? – Dijo el anciano enfermo.
– Tengo las coordenadas.
– Bien
– Bueno… – Dije mirando al suelo.
-¿Qué? – Dijo
– Las tenía. Las había anotado en el libro.
– ¿Y?
– He perdido el libro.