(3)¿Y ahora?

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Capítulo tercero.

Cuando dijo su nombre no pude evitar sonreir. – Claro – Pensé
-Yo me llamo Antonio, Toni. – Dijo nuestro compañero adolescente.
– Caballero, debe usted de abrochar el cinturón. – Dijo la azafata que en ese momento pasaba revisando que todo estuviera preparado para iniciar la maniobra de aterrizaje y con cara de satisfacción por su «buena obra del día,» Antonio, «Toni», hizo caso y recuperó su postura.

Nosotros hicimos lo propio mostrando que nuestro cinturón estaba abrochado. No sé por qué, en ese momento me fijé en sus uñas: Manicura francesa, aunque el tono blanco exterior estaba gastado, quizá mordido. Es un estilo simple, natural, me gusta, y … claro, veníamos de Francia. ¿Sabría que su popularidad fue atribuida a la influencia de la estética de la industria pornográfica americana? No sé, no lo creo, esta es una de esas cosas que leo en algún lugar que no recuerdo y que por algún motivo retengo.

Miré hacia mis uñas, miré el libro, que continuaba abierto en la página 223… ¿Y ahora?

Agarré el libro y me dispuse a cerrarlo cuando esa mano que había estaba mirando unos segundos atrás se posó sobre la mía.

– ¿Puedo?
-¿Qué quieres ver? – Sonreí
-Lo que lees – Me retó – ¡Ah! El Capitán Nemo, ¡20.000 Leguas de viaje submarino! ¿A que sí?
-No, este libro lo escribió Julio Verne después, aquí está relatado el final del Capitán Nemo.

Cerró el libro.

-Tranquilo, vas en la página 223. – Leyó el dorso del libro – La isla misteriosa, no lo conocía. – Comenzó a abrir las páginas y a pasarlas, yo dejé que hablara.

-¿Quienes son ustedes?
– Náufragos, como usted – respondió el ingeniero, cuya emoción era profunda – Le hemos traído aquí entre sus semejantes.
– ¡Mis semejantes…! ¡No los tengo!
-Está usted entre amigos.
-¡Amigos…! ¿Yo, amigos? – Exclamó el desconocido, ocultando la cabeza entre las manos – No… Jamás.. !Déjeme usted! ¡Déjeme usted!
Luego huyó hacia el lado de la meseta que dominaba el mar y allí permaneció inmovil largo rato.
Ciro Smith se reunión con sus compañeros y les contó lo que acaba de pasar.
-Sí – Dijo Gedeón Spilett – Hay un misterio en la vida de ese hombre, y parece que no ha vuelto a entrar en la humanidad sino por el camino de los remordimientos.

-Supongo, que en cierto modo, todos somos náufragos. – Se giró hacia mi. Yo no podía estar más de acuerdo con ella, y cuando su mirada atropelló la mía me limité a sonreir, mientras, ella, con cuidado, seguía pasando una página tras otra. Me devolvió su sonrisa y pude observar que sus colmillos estaban un poco afilados. ¿Y ahora?

-¿Cuando lo termines, me lo dejarás?
-Los libros no se dejan ¿Has visto lo viejo que es este?
-¿No confías en mi? – Frunció el ceño, y de pronto, me intimidaba la mirada de esa persona que acababa de conocer – Soy tu esposa – Se relajó. Me relajó. – Sólo tengo que cogerlo de la estantería, lo leeré a escondidas, no te vas a enterar.
-Tienes razón, no tengo nada que responder a eso, pero como me entere…
-¿Qué?

El avión comenzó a descender, provocando ese salto en el estómago los primeros segundos, ya estábamos en Santiago. En los minutos que faltaban para que acabara el día el cielo estaba despejado, el color anaranjado del cielo de invierno nos escoltaba hacia la pista y comenzamos a escuchar el ruido del tren de aterrizaje asomandose a través del fuselaje del avión. Me giré hacia la ventana, y al acercarme a ella pude oler su perfume, y también el olor a margaritas de su ropa. Estos últimos años reconozco que me he vuelto muy sensible a los olores. Sentí también el calor de su aliento cuando se giró hacia mi.

-Perdón, sólo quería ver un segundo por la ventanilla. – Le dije
-¿Perdón? ¿Por qué? – Sonreía – No he dicho nada – Yo sólo quería saber si olías bien.
-¿Y?
-Muy bien. ¿Es el perfume que te regalé?
-Sí, se me está acabando. ¿Eh?
-Te compraré más,
-Tú… también hueles muy bien. – Dije, de forma muy torpe.

Volvía a ponerme nervioso, pero la culpa es mía, yo inicié ese juego, y ella está ganando, a mí, y no sabe cuanto.

Quedaban segundos para tocar tierra, y cuando lo hizo fue sorprendentemente suave. Nada mal para este piloto de vueling, pensé. Aunque igual mis sentidos estaban puestos ya en otra cosa. El viaje se estaba acabando. ¿Y ahora?

Se paró el avión, y mis nervios iban en aumento. No sabía que hacer. Literalmente. Estaba ahí sentado, esperando. ¿Esperando a qué? Pues a que abrieran el avión y poder salir, supongo.

Ella se agachó a buscar algo en su mochila, y lo guardó en el bolsillo.

Me limité a imitar, guardé con cuidado los vasos de café que habíamos olvidado tirar, busqué las llaves del coche, guardé los cascos que ni siquiera había utilizado,y me dispuse a guardar el libro.

-¡No lo guardes aun!
-¿Cómo?
-Hazme caso. Dame.

Y me arrancó el libro de las manos, digo «arrancó». pero mis dedos no supieron ofrecer resistencia alguna. Bajo mi mirada, y mi voz amordazada, guardó mi libro en su mochila.

-Confía en mi- Insistió – Y vi como ella metía algo en mi mochila.

Recordé una frase que leí en algún momento y en algún lugar que no alcanzo a recordar, pero decía algo como que la ignorancia es tan grande que los ladrones no roban libros.

La multitud comenzaba ya a levantarse con prisa, siempre soy de los ultimos en salir pero la tripulación nos indicaba que debíamos apresurarnos. ¿Se habría retrasado el vuelo? No sé ni que hora es. Me daba igual.

Tuve que levantarme y coger mi mochila. En ese momento, a una señora le costaba alcanzar su equipaje, y le ayudé. Era la misma señora a la que había ayudado anteriormente. Mientras lo hacía, vi como varias personas que acusaban tener mucha prisa se ponían en el hueco que había entre mi inesperada acompañante y yo. Decidí esperarla en la puerta de embarque, y no sé, decirle algo.

El avión había estacionado. ¿Estacionan los aviones? Como sea, se había parado lejos de la terminal y había que ir en autobús. Más miembros del personal del aeropuerto seguían metiendo prisa y cuando les dije que estaba esperando a mi… a alguien, hicieron caso omiso y prácticamente me empujaron dentro del autobus que cerró sus puertas y me secuestró. ¿Y ahora?

Me limité a seguir la corriente. ¿Qué podía hacer sino? Me sentí como un barco de papel río abajo, y así llegué al mar. Un revuelto de pasajeros en la terminal que formaban cardúmenes de maletas. Pasé por la salida, donde decenas de personas esperaban a sus seres queridos. Había en una esquina lo que clasifiqué como choferes con tablets que ponían el nombre a aquellos a quien esperaban. «Mr Robinson» ponía en un tipo de letra que podría perfectamente ser comic sans la que tenía más cerca de mi. Y en pocos milisegundos apareció en mi cabeza la canción de  Simon and Garfunkel.

«And here’s to you, Mrs. Robinson, Jesus loves you more than you kill know, whoa whoa whoaaaaaa»

Whoa, whoa, whoa, soy tontísimo, pensé. Y con el ritmo dentro de mi, dudé qué hacer.

¿Iba a quedarme esperando? ¿Qué le digo? ¿Y si alguno de esas personas la esperaba a ella? No, no iba quedarme esperando. ¿Y mi libro? No supe que hacer, me fui apurado a la parada de taxis, y me subí al primero que estaba libre.

-Buenas noches- Me saludó el conductor.
-Buenas noches – Y mientras el conductor arrancaba, mi mirada se perdió en la ventanilla mirando hacia la terminal, buscándola.

-¡Para, para, para! ¡Joder! – Confirmé que soy tontísimo – Que me he equivocado, tengo mi coche aquí en el parking, perdona.

Y mientras bajaba avergonzado del Taxi, vi una mujer de poco más de metro cincuenta, con gorro, y con una maleta de mano, corriendo hacia donde estaba yo.

No era ella.

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