Me di cuenta cuando, entre risas, le escribí.
-Quiero tumbarme contigo en mitad de la noche a ver las estrellas.
-Está nublado.
-Lo sé, me dan igual las estrellas.
Quizá esa noche no vimos estrellas. Ni falta que hacía.
Podían ser las doce del mediodía que me hubiera dado lo mismo.
Hablamos de todo, y de nada.
Compartimos silencios, alientos y sonrisas.
Pero no el último sugus, azul, ese no.
Me perdí. Varias veces.
Olvidé qué estaba diciendo, olvidé qué estaba escuchando, qué estaba haciendo, y en qué pensaba.
Me distraje; en su pelo, en sus ojos, sus labios, sus pestañas, y en la sonrisa nerviosa cuando mi mano jugaba a centímetros de la suya.
Me distraje; en su voz, en su cambio de tono cuando bromeaba conmigo y en el diminutivo de mi nombre susurrado por su boca.
Tatué en mi recuerdo para siempre su aroma, que cambiaba cuando se abrazaba al mío.
Esa noche ocurrió de todo sin ocurrir apenas nada.
Estábamos.
Éramos.
Sin relojes
Ni móviles
Nosotros
Durante horas.
Sonaba Daughtry. Porque es lo que tiene y debe sonar.
Todavía sigo ahí.
