Volarlo
todo
por los aires.
No seré el primero.
Ni el último.
Escribir naufragios para mí ha sido una forma de quemar mis naves.
Eliminar toda posibilidad de retorno.
Como Alejandro Magno o Hernán Cortés.
Al quemar las naves eliminaban también toda opción de retroceso o retirada.
Determinación total.
Por cojones.
Que he sobrevivido a más de cien naufragios.
Que aprendí a abrigarme con fragmentos de velas rotas.
A encontrar calor en el frío del mar y abrazos en el eco del viento.
A surfear tempestades cargando a la espalda los escombros de las ruinas del pasado.
A hacer hogar en la tormenta y a:
Contar
albatros
para dormir.
A custodiar con orgullo las cenizas de mi propio fénix.
Me acostaré a sangrar un rato, pero me levantaré a luchar de nuevo.
Con brasas capaces de derretir tungsteno.
¿Y qué si quemo mis naves? Si envío mis navíos a la mayor de las guerras, por ella.
Si me inmolo, si me mojo, si me ahogo, si me atrapa el blanco de las olas, el azul del mar, el negro de la noche y la oscuridad del abismo.
Por ella.
Por ella, se alzarían imperios que dejarían a la Armada Invencible a la altura del betún.
Solo
para
volver
a naufragar
una y otra vez
por ella.
Naufragaría otras cien veces, antes de llegar a la mejor de las orillas sin ella.
Ningún mar en calma hizo experto a un marinero.
